Una alianza incompleta

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José Luis Espinosa Piña

“El problema en este país es que la oposición no tiene un buen plan”.

Henrique Capriles, ex candidato presidencial opositor venezolano.

Presionado por sectores de la opinión pública y por el fundado temor de algunos liderazgos ciudadanos y empresariales a causa de la errática conducción del país, el PAN, principal partido de oposición, ha decidido hacer una alianza electoral con el PRI y con el PRD para las elecciones de este 2021. El propósito es simple: evitar que el partido en el gobierno tenga la mayoría en el Congreso de la Unión así como en los gobiernos estatales. Se requiere un contrapeso a la inmensa fuerza que hoy le permite a López Obrador pasar por encima de las instituciones lastimando la vida republicana.

Acordar un frente político no es algo inédito ni despreciable, siempre y cuando el fin que lo acompañe sea superior, necesario para un bien mayor. Pero hay consecuencias al decidir con quién se hace y para qué se hace. El error de los partidos fue haberlo cocinado desde las cúpulas y no a partir de la discusión y votación entre sus militantes. Una simple consulta no es suficiente cuando se requiere el mayor de los consensos. Debe haber una explicación satisfactoria para que los ciudadanos la comprendan, y sobre todo la acepten. Sin desconocer que es apremiante acotar los desatinos presidenciales, hace falta que la oposición empeñe su palabra frente a México.

La incertidumbre que genera esa estrategia —ya aprobada pero aún en proceso de definición de candidatos— no es el fondo sino la forma. Se percibe que solo será para poner freno al presidente y su movimiento, no para presentar una manera distinta de hacer política, lo cual habría implicado el compromiso inmediato, público e irrenunciable de los partidos para su revisión, depuración y necesaria transformación. Está ausente una agenda legislativa de gran calado o un pacto político que conmueva. Es pragmatismo puro, no la visión renovada de la política ante el hartazgo por la desigualdad, la inseguridad, el empobrecimiento y la división creciente entre los mexicanos. La verdad es que ante semejante coyuntura, la nación merece algo más.

Hay que comprender los motivos del alejamiento de esos millones de votantes. En su hastío el pueblo mandó claro mensaje a la que consideran una clase política decadente, frívola e inmoral. López Obrador supo encontrar su veta en el legítimo descontento por la corrupción y en el agotamiento de los partidos tradicionales que no han sabido cómo sacudirse sus pesados lastres. Cuando proclamó en campaña que la oposición estaba moralmente derrotada, le sobraban elementos a la multitud para concederle la razón. Ya en el poder, AMLO ha demostrado gran ineptitud para conducir al país tomando decisiones viscerales, con un gabinete mediocre donde los aduladores sobreviven y los corruptos son absueltos. En poco tiempo han deteriorado a las instituciones y han aumentado la pobreza dilapidando el presupuesto nacional.

Pero los partidos coaligados no pueden seguir enfocados solamente en los errores del gobierno morenista. La opinión pública espera argumentos de solución. Ya no cabe continuar señalando la paja en el ojo ajeno ignorando la viga en el propio. Si en los mexicanos persiste la desconfianza es porque no detectan en las oposiciones algo mejor de lo que ahora tienen. Eso debe cambiar. Por ello la pregunta central es:  ¿Quiénes van a ser los rostros y las voces que hablarán legítimamente a nombre de los ciudadanos en este angustiante momento de la patria? Se debe transmitir un nuevo espíritu para inyectar esperanza. El voto de confianza que nos piden los partidos tan urgentemente, exige el escrutinio de perfiles y trayectorias.

Si el presidente y su movimiento continúan fuertes, evidentemente no se debe a sus acciones sino a las omisiones reiteradas de los otros actores políticos, desacreditados, aislados y titubeantes.

Los partidos atraviesan su peor crisis de identidad, en un tiempo de máxima necesidad. Como bien afirman la mayoría de los analistas, las actuales dirigencias no están facultadas para conducir la nave por los turbulentos océanos de esta realidad de México. En el sentimiento popular todos ellos son incapaces de dar las respuestas que se necesitan hoy.

Para el PRI, la abominable corrupción del sexenio de Peña Nieto fue la gota que derramó un vaso de acumulado desprestigio. Es la causa inmediata que permitió a AMLO armar su discurso para llegar a Palacio Nacional. En ese entendido cualquier acuerdo con el partido tricolor entraña riesgos que exigen condiciones sine qua non, pero en los hechos sus vulnerables líderes simulan a conveniencia —como ha quedado demostrado en ciertas votaciones del Congreso— de tal suerte que un pacto opositor no garantiza su lealtad.

Acción Nacional, organización con larga y respetable tradición democrática, es el partido que más arriesga. Con aciertos y errores había sido el mejor estructurado, capaz de procesar asuntos internos mereced a sus otrora admirables prácticas institucionales. Todos reconocían su cultura del debate, la calidad de sus parlamentarios y los espacios colegiados de discusión hoy anulados. Por eso la revisión a fondo después de la estrepitosa derrota de su coalición del 2018 era de vital importancia. En la introspección y el retorno a sus valores estaban depositadas las esperanzas de equilibrio para un agonizante sistema político. Por el contrario, culparon al de enfrente de todos los males y voltearon a otro lado para no ver el tiradero que había en la propia casa, desperdiciando dos años. Extraviado, con su acervo doctrinario en un cajón bajo llave y doblegado frente a los intereses grupales, el PAN se evapora.

Del PRD poco podemos agregar. Al igual que los anteriores, está secuestrado por quienes operan como dueños; una élite que sigue aferrada a lo poco que aún queda. De no haber sido por la coalición del 2018 estarían reducidos a cenizas. Aquella conveniente negociación les aseguró posiciones en las Cámaras que de ninguna otra manera habrían conseguido.  Pero siguen siendo marginales aunque hagan piruetas. La dura lección que recibió el candidato aliancista Ricardo Anaya, demostró que “en la política como en la aritmética hay sumas que restan”. Renunciar a la identidad por la pasajera ilusión de competitividad tuvo altísimo costo.

Así pues, la alianza que importa es precisamente la que no se está haciendo. Es aquella que implica una solidaridad auténtica con la gente; con sus causas, sus anhelos, frustraciones y sufrimientos. Pero también debiera ser una alianza honesta con sus propios militantes hoy abandonados, desgastados y en muchos casos relegados.  Los partidos no contemplan la autocrítica entre sus prioridades. Antes de enfrascarse en otro acuerdo, era indispensable comunicar una agenda de reconstrucción, comenzando con la reconciliación interna —dirigida a su membresía— y la externa, hacia los electores. Al no manifestar expresamente el propósito de corregir rumbo, se está dando a entender que el mensaje expresado en las urnas del 2018 no fue cabalmente asimilado.

La República necesita que la oposición se levante, entendiendo que la única partida que puede resultar exitosa en este momento es aquella que comienza con una voluntad distinta para que sea distinguible. Solo postulando con criterio transparente y aceptable a personas limpias e invulnerables por su calidad ética, experimentadas en diversos campos, que cuenten con representatividad y sensibilidad ante las necesidades de la población, podría regresar el favor del electorado.

Se afirma que por ahora no hay tiempo, que los ajustes vendrán después, que lo urgente es la próxima elección. El argumento es comprensible pero encierra un falso discurso de salida al no haber ninguna actitud moral que prometa una reconstrucción democrática. Lo peor podría venir si las cúpulas negocian entre sí las posiciones para satisfacer a sus grupos, depositando las candidaturas no en individuos de voces claras y miradas diferentes sino en caciques reciclados, cascajos impresentables, parientes, amigos, socios o beneficiarios.

De no asumir ese compromiso de honor con sus militantes y con todos los mexicanos, los partidos tradicionales estarían asomando algo terrible: la posibilidad de que en las elecciones de 2021 salgamos decepcionados otra vez. Ahora no lo ven venir, pero sería la muerte del sistema de partidos tal como lo conocemos. Una alianza sin la palabra empeñada por escrito —pero no entre ellos sino con la ciudadanía— resultaría solo en un triste ejercicio de “quitar a unos para que se pongan otros”.

Si no hay disposición para escuchar, ni apertura para un cambio real con exigencia jurídica para extirpar las rémoras y poder renacer, el pueblo terminará por concederle la razón al primer orador de la llamada Cuarta Transformación. En Venezuela la oposición sucumbió por entenderlo demasiado tarde. Nosotros estamos todavía a tiempo para no repetir la historia.

Abogado

Twitter: @jlespinosap