Reforma mocha

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Los indicios oficiales que se tienen sobre la reforma político-electoral del presidente López Obrador y su partido Morena se refieren solo a mecanismos procedimentales de gestión de elecciones, con énfasis necesario en la reorganización de las instituciones electorales que fueron tergiversadas por el actual consejero presidente Lorenzo Córdova Vianello.

Sin embargo, el proceso de sucesión presidencial de 2024 está mostrando una serie de irregularidades permisibles por las actuales leyes electorales que en nada contribuyen a la construcción de una democracia participativa, sino que refrendan el modelo de democracia autoritaria presidencialista del partido en el poder, el PRI o Morena.

Las reglas existentes en materia de candidaturas a la presidencia de la República no han podido ser modernizadas debido a que el titular del Poder Ejecutivo no quiere perder la facultad de designar al candidato de su partido en el poder. La única manera de romper esa dependencia antidemocrática sería la realización de elecciones primarias para que sea la ciudadanía la que designe a los candidatos presidenciales, como ocurre en el sistema político estadounidense.

Si no hay una regulación estricta del proceso de designación de candidatos presidenciales, cualquier reforma político-electoral será insuficiente para contribuir a la transparencia en el funcionamiento sistémico del partido y el gobierno. Ahora mismo vemos como los precandidatos oficiales de Morena utilizan tiempo, recursos y circunstancias de sus cargos públicos para posicionarse del espacio mediático y restarle margen de movilidad a los candidatos de partidos y corrientes de oposición.

La clave del viejo sistema político priista se localizó en la voluntad del presidente de la República en turno para designar por razones personales a su sucesor. La experiencia del PAN nunca pudo instalarse como práctica corriente: los candidatos presidenciales panistas fueron electos por votación de su militancia, Fox le ganó a viejos políticos panistas, pero no pudo poner como sucesor ni a su esposa ni a su secretario de Gobernación, porque Felipe Calderón ganó la nominación en votación interna. Y Calderón tampoco pudo imponer a su valido Ernesto Cordero Arroyo, porque Josefina Vázquez Mota triunfó en las urnas partidistas.

El presidente Enrique Peña Nieto regresó al mecanismo presidencialista de designación directa del candidato del PRI y en 2012 tomó una decisión no explicada a favor de un candidato priista que carecía de militancia y de credencial y que había sido secretario de Estado en dos carteras del Gobierno calderonista. Más que una alianza formal, se trató de un mensaje gestual que no fue entendido por los electores y menos aún comprendido por el candidato del PAN Ricardo Anaya Cortés que prefirió una alianza inexplicable con el PRD poscardenista.

El modelo de sucesión presidencial proviene del viejo vicio porfirista: el presidente de la República aprovechaba sus tres instrumentos de poder –el judicial-militar, el presupuestal y el de mando– para designar a candidatos a diputados, senadores, gobernadores y presidentes, aunque en su caso Díaz se designaba candidato a sí mismo. El mecanismo sucesorio fue bautizado en 1908 como sucesión presidencial por el entonces activista Francisco I. Madero y quedó como estructura de poder interna del aparato político de dominación del presidencialismo priista.

Sin una regulación del proceso de designación de candidatos a los más altos cargos de elección popular que rompan el control presidencial sobre el partido en el poder y el funcionamiento oligárquico de las dirigencias en los demás partidos, la democracia que todos anhelan será imposible de instrumentar.

La reforma político-electoral será importante se acota el poder presidencial sobre su partido.