El intento de golpe de Estado del presidente peruano Pedro Castillo y la respuesta institucional de deposición del cargo es apenas otro elemento que ilustra la profundidad de la crisis de gobernabilidad y gobernanza los países de América latina y el Caribe.
Prácticamente catorce naciones de la región iberoamericana atraviesan por crisis de institucionalización, pero hay que entenderla como parte de un relevo de modelo de gobernabilidad: pasar de la dependencia política de los intereses estratégicos de Estados Unidos a la asunción de la autonomía relativa en los relevos gubernamentales, en medio de escasa institucionalización democrática.
La región iberoamericana nació de la independencia de España Y Portugal, pero aterrizó en la dependencia estadounidense. La primera expresión de autonomía absoluta de un país iberoamericano respecto de Washington ocurrió en 1962 cuando Cuba anuncio su modelo marxista-leninista de gobierno y su alianza estratégica con la entonces Unión Soviética.
La segunda gran ola de autonomía gubernamental iberoamericana comenzó en 1999 con la declaración de autonomía nacional y regional del coronel Hugo Chávez Frías en Venezuela y el anuncio retórico de un nuevo ciclo socialista para la región. El modelo autonomista se tipificó como bolivarismo en homenaje al general Simón Bolívar que es reconocido como el libertador de los países latinoamericanos.
A la muerte de Chávez en 2013, la región latinoamericana perdió el rumbo: Cuba nunca fue realmente un modelo a seguir y Venezuela tampoco pudo convertirse en un ejemplo; con una Casa Blanca satisfecha con la derrota del comunismo y el desmoronamiento de la Unión Soviética, los países al sur del río Bravo entraron en una zona de incertidumbre con una expresión conflictivas y críticas nacionales, sin que existiera alguna especie de rumbo común o de dirección política estratégica, sobre todo porque Estados Unidos entró desde 1992 en un aislacionismo geopolítico, debido a las prioridades antiterroristas.
Las dos grandes experiencias de autonomía relativa de los países de América latina en los últimos cien años han sido definidas por márgenes de maniobra considerados de izquierda: el populismo histórico de Brasil y México en los años treinta y el comunismo cubano de los años sesenta, con experiencias frustradas de izquierdismo institucional buscando un punto intermedio entre los dos, como fue el modelo chileno de socialismo de Salvador Allende, truncado de manera brutal por el golpe de Estado financiado e impulsado por la Casa Blanca de Richard Nixon y Henry Kissinger.
En un reciente ensayo publicado por Foreign Policy Association, el politólogo mexicano y excanciller Jorge G. Castañeda explora los escenarios de modelos de gobierno en América Latina en función de los tres tipos de izquierda existentes: la socialdemócrata, la populista y la revolucionaria, a partir de un modelo de interpretación caracterizado como la marea rosa, es decir, una corriente ideológica que no alcanza a ser roja comunista ni azul capitalista.
Pero el problema de las formas ideológicas de gobierno en Iberoamérica tiene que ver con el punto central que define todo régimen político: el enfoque del modo de producción. Ante el fracaso del capitalismo dependiente de Estados Unidos, a mediados del siglo pasado los países latinoamericanos vieron con sentido crítico la insuficiencia del modelo comunista de Cuba y entonces trataron de encontrar un camino intermedio entre comunismo el capitalismo a través de la propuesta de un modelo de desarrollo dirigidos por el Estado, aunque con excesos que llevaron al capitalismo monopolista de Estado (Cárdenas y López Obrador) y modelos neoliberales con gobiernos progresistas (Argentina, Chile).
El caso de Perú como nueva expresión de crisis del modelo político con el modelo económico revela las insuficiencias del modelo mixtos (ilustrado en el color rosa de Castañeda), ni rojos ni azules, a pesar de los intentos teóricos que se han hecho en América latina para encontrar una nueva teoría económica que explique la insuficiencia del desarrollo en términos de dependencia de la economía norteamericana y el bajo grado de desarrollo de las clases productivas como para optar por un comunismo de Estado absoluto. La tercera vía está siendo explorada de manera irregular con un populismo de regreso del Estado económico en la dominación productiva, aunque sin la necesaria existencia de una clase proletaria y de un empresariado nacionalista, lo que ha derivado en modelos de desarrollo social basados en el gasto asistencialista con incapacidad de ingresos suficientes para financiar los volúmenes de subsidios.
El otro problema de la nueva izquierda latinoamericana se localiza en la intención de extender la duración de los gobiernos personalistas más allá de los márgenes constitucionales, produciendo crisis como la de Ecuador o colapsos como el de Nicaragua. Este vicio unipersonal de los gobernantes tiene que ver con la baja calidad e intensidad de la democracia o de respeto a las reglas democráticas de los regímenes representativos, derivado en lo general de la falta de regímenes políticos, de escasas tradiciones democráticas y de la demagogia democrática de gobernantes que llegan al poder para mantener el poder y no para desarrollar prácticas democráticas.
La otra contradicción de la crisis latinoamericana se encuentra en el desapego de Estados Unidos al desarrollo y supervisión de prácticas democráticas, con enfoques de seguridad nacional sustentados solo en la permanencia de los intereses geopolíticos de Washington y la ausencia de decisiones para impulsar el desarrollo democrático de la sociedad desde la región.
La crisis de Perú es una más de la contradicción entre gobernantes populistas y sistemas políticos tradicionalistas.
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