Todos los países del mundo deben tener una mayor sensatez en la lectura de los signos geopolíticos de poder. A Donald Trump lo pueden acusar de todos los comportamientos groseros y vulgares que se quiera, pero se tiene que hacer el esfuerzo para analizar si su geopolítica pudo haber sido la oportunidad para construir una paz no-bélica.
Una de las designaciones clave del nuevo gobierno de Biden estaba en el nombre y propuesta del secretario de Defensa. En el lenguaje formal, el titular es el Ministro de Guerra, en el extraoficial aparece como jefe del Pentágono; y este edificio de cinco puntas es conocido, como propuesta del analista James Carroll, como la Casa de la Guerra.
El Pentágono es el eje central del poder estadunidense: al exterior, por su papel en invasiones, guerras y dominaciones; en el interior, como el aparato de fuerza que le otorga a la Casa Blanca la última instancia para combatir rebeliones internas, como se vio en los días calientes de la toma de enero en EE. UU. por la amenaza de mover al ejército contra las protestas poselectorales.
Biden designó como titular del DOD –por sus siglas en inglés– a un militar guerrerista contrainsurgente en Irak y Afganistán, apenas retirado hace cuatro años y sin los siete que exigen las leyes estadunidenses. El senado le otorgó al general de cuatro estrellas Lloyd Austin el “permiso” para ser secretario de Defensa, al parecer por el compromiso retorcido de ser un “secretario civil” a pesar de su formación militar.
Para entender en Europa e Iberoamérica la lógica –que la hay– en el nombramiento de Austin nada mejor que la lectura de la traducción del libro de Bob Woodward sobre la presidencia de Trump: Rabia. Aparte de que el periodista de Watergate –autodeclarado republicano conservador-no-radical y exmarine en su servicio militar obligatorio– aporta datos para alimentar el odio contra Trump, su libro también ofrece información sobre las decisiones de Trump referidas a su política militar exterior.
Los interesados en tener un panorama histórico del escenario militar en la Casa Blanca en el pasado reciente más amplio deberían enriquecer su lectura con otros libros de Woodward que exhiben el funcionamiento de las relaciones internas de poder entre políticos y militares y la configuración de la política de seguridad nacional del imperio: Las guerras secretas de la CIA (1988) sobre el belicoso Reagan, Los comandantes (1991) sobre Bush Sr., Bush en guerra (2003), Plan de ataque. Cómo se decidió invadir Irak (2004), Negar la evidencia (2006) y La guerra. Historia secreta de la Casa Blanca sobre el modelo militarista vigente de Bush Jr., Las guerras de Obama (2010) sobre el militarismo del profesor de derecho constitucional y ahora Rabia.
Estos ocho libros ayudarán a entender los datos que presenta Woodward; Trump negó los pasos de guerra de la Casa Blanca contra Corea del Norte y salvó –horror: habrán de reconocérselo– a EE. UU. y al mundo de una conflagración nuclear con Kim Jong-un. “Estuvimos muy cerca”, recoge Woodward como palabras del líder norcoreano en versión de Mike Pompeo, secretario de Estado de Trump. Y hay más: el primer secretario de Defensa de Trump, Jim Mattis, un general marine, es decir: de los duros guerreristas, le contó a Woodward cómo tenía siempre una sala móvil de comunicaciones especiales para monitorear los misiles de pruebas norcoreanos con el temor de que alguno de ellos fuera dirigido contra territorio estadunidense.
Trump nombró al marine Mattis y le refrendó el apodo que decían alguien le había puesto: Perro Rabioso. Eso quería Trump: no un general de guerra, sino un animal de amenaza. Mattis agotó su paciencia con un Trump que le daba muchas vueltas a las decisiones militares, pero que se negó a usar la fuerza militar contra Corea del Norte, China, Rusia e Irán, Para Trump, el papel del Pentágono era el de intimidar, pero con una correa para mantener bajo control a los perros rabiosos militaristas.
La llegada del general Austin la Casa de la Guerra, el Pentágono, tiene ahora sentido, sobre todo después de la lectura de los libros de Woodward. El factor de dominación imperial de la Casa Blanca se localiza en la posesión de una maquinaria de guerra, del uso de los militares y de decisiones extremas. Mattis se opuso a que Trump disminuyera el presupuesto a la OTAN y redujera su nivel de intimidación con menos tropas, pero ahora el expresidente Obama se siente “orgulloso” de haber ordenado el asesinato extrajudicial de Osama bin Laden, invadiendo Pakistán sin permiso y usando un comando de marines para matar al presunto culpable del 9/11 pero sin cumplimentar procesos judiciales: un asesinato de venganza.
Con Austin regresa Biden al modelo de guerra de dominación de EE. UU, y con la Casa Blanca dependiendo de los acuerdos militares. No se entiende por qué Biden nombró a un militar guerrerista para que funcione como “secretario civil” de Defensa, si pudo haber designado a un civil para contrapesar los consejos de los militares. A veces no ayudó mucho; Robert McNamara como secretario civil de Defensa contuvo a los militares que aconsejaban usar misiles contra Cuba en 1962, pero convenció al presidente Johnson de llevar más de 500 mil tropas a Vietnam para arrasar ese pequeño país y fue el estratega de los bombardeos secretos contra población civil.
Biden reinstala, pues, la amenaza militar estadunidense en las relaciones internacionales, reconstruyendo el clima de temor en la población mundial. Y no hay nadie que le agradezca a Trump haber frenado a Perro Rabioso del DOD que quería arrasar Corea del Norte y darle lecciones militares a China y Rusia. La designación de Austin como secretario de Defensa fue una definición estratégica del imperio estadunidense de Biden.
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