Una vida maravillosa

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Es posible que Ludwig Josef Johann Wittgenstein haya sido el más influyente filósofo del siglo XX. Hay quien lo considera el mayor pensador después de Emmanuel Kant. Este hombre impar, que se me antoja un personaje de

Buñuel, publicó en vida un solo libro… pero eso sí, El libro, el Corpus definitorio, el crisol de las respuestas a todos los problemas de la filosofía. ¡Ni más ni menos!

He aquí una estrella rutilante en el cosmos del sophós poblado por espíritus superiores. Figura de culto, despreciaba lo público y construyó en Noruega una cabaña aislada para vivir en total reclusión.

Fue un niño brillante y tartamudo, vástago de una de las familias más acaudaladas del Imperio Austro-Húngaro. Sus tres hermanos mayores, Hans, Kurt y Rudolf, se suicidaron. Inicialmente se inclinó por la ingeniería aeronáutica y las matemáticas lo llevaron a la filosofía. Fue el más brillante alumno de Bertrand Russell. Se enlistó como voluntario en la primera guerra mundial, peleó valerosamente en Rusia y en Italia y fue internado en un campo de concentración en Cassino.

Heredó una fortuna a la muerte de su padre y la regaló. Trabajó como ayudante de jardinero, maestro de primaria, autor de un diccionario para niños, portero de un hospital, escultor, técnico de laboratorio y arquitecto.

Curioso curriculum vitae para un hombre que puso su impronta en la ciencia

“que trata de la esencia, propiedades, causas y efectos de las cosas naturales”. Al repasar su vida, pienso que Ludwig no era de este mundo. Por lo menos no permitió que ninguna atadura social lastrara su inteligencia y sin miramientos se deshizo de prácticamente todas las convenciones para dedicar su tiempo a lo que para él era trascendente.

Su preocupación con la perfección moral llevó a Wittgenstein en algún momento a confesar varios pecados, entre ellos uno asaz curioso: haber inducido que se subestimara su judaísmo. Ludwig fue atormentado durante su vida por el problema religioso. Nieto de judíos conversos al protestantismo e hijo de una católica, fue bautizado en la fe romana y su funeral fue asimismo católico, pero entre un momento y otro no fue ni creyente ni practicante.

Hubo en su vida, como telón de fondo o música de acompañamiento, una espesa angustia que hoy apreciamos en su permanente fascinación con todo lo religioso, al grado de que en una época pensó en tomar los hábitos.

Se oponía a las interpretaciones religiosas que enfatizan la doctrina o los argumentos filosóficos diseñados para probar la existencia de Dios, pero le atraían las ceremonias y símbolos religiosos. Equiparaba el ritual a un gesto, como cuando se besa una fotografía: no se cree que la persona en la fotografía sentirá el beso o lo corresponderá, ni el beso es sucedáneo de un sentimiento o frase en particular, como “Te amo”. Como el beso, el ceremonial religioso traduce una disposición, una postura ante el más allá.

Los Wittgenstein eran una numerosa y acaudalada familia. Karl Wittgenstein fue el más exitoso empresario siderúrgico del Imperio Austro-Húngaro y su casa atraía a personalidades de la cultura, en particular a músicos, entre ellos el compositor Johannes Brahms, quien era amigo de la familia.

Ludwig estudió ingeniería en Berlín y en Manchester. Su interés en la ingeniería lo llevó a las matemáticas lo cual a su vez lo llevó a reflexionar sobre los problemas filosóficos de los fundamentos matemáticos. El filósofo y matemático Gottlob Frege le recomendó estudiar con Bertrand Russell en Cambridge, en cuyas aulas deslumbró tanto a Russell como a G. E. Moore.

En 1929 comenzó a enseñar en el Trinity College, y en 1939 fue nombrado ahí mismo profesor de filosofía. Después de la guerra volvió al magisterio universitario pero renunció a su cátedra en 1947 para concentrarse en su obra, gran parte de la cual culminó en Irlanda, pues prefería lugares rurales y aislados para su trabajo. Para 1949 había escrito todo el material que sería publicado después de su muerte con el título de Investigaciones filosóficas.

Sus últimas palabras en el lecho de muerte fueron: “Díganles que he tenido una vida maravillosa”.

El punto de vista de Wittgenstein sobre lo que la filosofía es o debiera ser cambió muy poco a lo largo de su vida. En el Tractatus sostiene que “la filosofía no es una de las ciencias naturales” y que esta “tiene como meta la clarificación lógica de los pensamientos”. La filosofía no es descriptiva sino elucidatoria. Su meta es clarificar lo oscuro y confuso.

Wittgenstein dijo que en filosofía el ganador es el que llega al último. Pero no podemos escapar a la lengua o a las confusiones a que da lugar, salvo mediante la muerte. En 1931 escribió: “La lengua pone a todos las mismas trampas; es un enorme mapa de vueltas equivocadas. Así que vemos a un hombre tras otro deambular por los mismos caminos y sabemos de antemano en dónde se desviará, en donde caminará en línea recta o sin prestar atención a las salidas laterales, etc., etc. Lo que debemos hacer entonces es colocar señales en todos los cruceros en donde hay vueltas equivocadas para ayudar a la gente a librar esos peligros.

“Pero tales señalamientos son todo lo que la filosofía puede ofrecer y no hay ninguna certeza de que serán vistos o atendidos correctamente. Y debemos recordar que una señalización tiene sentido en el contexto de una zona peculiar. Podría no servir de nada en otra parte, y no debiera ser considerada como un dogma. Así que la filosofía no ofrece verdades, ni teorías, ni nada excitante, sino principalmente recordatorios de lo que todos sabemos. Este no es un papel deslumbrante, sino difícil e importante.”

Los positivistas lógicos del Círculo de Viena, esa escuela que tan grande influencia ha ejercido en el pensamiento occidental, se declararon impresionados por lo que encontraron en el Tractatus, particularmente la idea de que la lógica y las matemáticas son analíticas, el principio de la verificación y la idea de que la filosofía es una actividad enfocada a la clarificación, no al descubrimiento de hechos. Wittgenstein dijo, sin embargo, que es lo que no está en el Tractatus lo que más importa.

Bertrand Russell recuerda un pasaje de su encuentro con Wittgenstein: “Al final de su primer período de estudio en Cambridge, se me acercó y me dijo:

‘¿Sería usted tan amable de decirme si soy un completo idiota o no?’ Yo le repliqué: ‘Mi querido compañero, no lo sé. ¿Por qué me lo pregunta?’

“Él me dijo: ‘Porque si soy un completo idiota me haré ingeniero aeronáutico; pero, si no lo soy, me haré filósofo’. Le dije que me escribiera algo durante las vacaciones sobre algún tema filosófico y que entonces le diría si era un completo idiota o no.

“Al comienzo del siguiente período lectivo me trajo el cumplimiento de esta sugerencia. Después de leer sólo una frase, le dije: ‘No. Usted no debe hacerse ingeniero aeronáutico’.”

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