Diego Medrano
Páginas de Espuma, peto y espaldar del relato en España e Hispanoamérica, publica obra mayúscula de Carlos Castán: Cuentos. El escritor goza de fama reciente, gracias a sus novelas en Destino, pero aquí se hace, por lo menudo y en traca final, recuento y acopio de su mejor producción narrativa. Puede decirse de Castán lo que Borges opinó sobre Quevedo: no es un libro tras otro, no es un cuento tras otro, sino toda una Literatura, en mayúsculas, presidida por el susto, los bares baratos, los fogonazos, las mujeres difíciles, los años impecunes estudiantiles, los ojos llenos de sueños, la bancarrota del deseo, los navajazos urbanos, la vida a ratos, perfumada de ironía, mayúscula en escepticismo, mucho vals negro.
Castán es estilo, voluntad de estilo, una forma de decir las cosas como don, que tienen muy pocos, por eso pellizca, por eso electrifica, por eso empuja a territorios donde en el centro del vacío hay otra fiesta, como dijo el clásico. Una literatura silente, casi inofensiva, región de la caricia, que al acabar muerde y deja marca, moratón gordo, donde las mejores imágenes ocurren todas con los ojos cerrados. De la miseria crece el canto, poética de Cortázar en los cuentos de la primera serie, Frío de vivir, Castán pega sin querer y ya es imposible dejarlo. Comienzo, al albur, de La reina de los ríos: “Por ejemplo las cosas que me dice. Bueno, y también esa manera que tiene de decirme las cosas. No solo las palabras que elige entre todas las palabras que hay, sino la luz que te envuelve de su voz. Siempre que me da un consejo parece me estuviera castigando en broma. Es bonita, además, con todos esos anillos”. Imposible dejarlo. Una droga.
Otro caso, otro mapa, inicio de Un día resbaladizo: “Yo sabía que aquella faldita de cuadros con los leotardos debajo iban a alterar a María porque a mí mismo, a distancia, ya me había dado un vuelco el corazón. Pude, aún con todo, reaccionar a tiempo y disimuladamente le hice cambiar de acera con un pretexto vago pero urgente que ahora no recuerdo”. El lector ya está en el hoyo, imposible salir, solo toca seguir hacia abajo. Último ejemplo, La vida por delante: “Que vivir es un ejercicio triste es algo que he sabido desde siempre. Ya en los años más antiguos de la memoria, aquellos borrosos tiempos de pérgola y enredadera que recordaré siempre atardeciendo, el enorme peso de los días se me presentaba como una certeza más terrible si cabe que aquel día quebrado, guarida de dioses espantosos y truenos, bajo cuya luz cambiábamos cromos a la salida del colegio apoyados en las carrocerías de viejos coches mojados. “La vida por delante” era la frase más dolorosa que conocía”. Empieza el miocardio, empieza el atraco.
Castán es un barroco hacia dentro, de prosa limpia y laberinto detrás sentimental, lío mujeril, lío de alcoholes, lío de vida quieta a la hora de pasarla en cursiva al papel mojado. Es un escultor narrativo, y el volumen no lo consigue al vistazo inicial, sino hacia dentro, enorme puntería. Aquí citamos su libro porque lo tenemos enfrente, y no lo vendemos en los saldos, como hace toda la competencia para pagarse vino negro, con la excusa de vivir en una conejera donde la ducha roza con el fregadero. Castán es un anónimo, muy despeinado, detrás de los cafés madrileños más intensos, con mucha ropa arrugada, ganas de echar siete polvos seguidos sin sacarla. Hay siempre en él una cata de aire acorralado, exprimir el segundo, la pura proteína de su tiempo, donde la mirada es limpia y los cuerpos sucios, donde el pulso tiembla pero el amor aguanta, donde siempre hay una Celia cepillándose el pelo a pocos metros, junto a noches como gotas sobre el árido desierto de los días. Es una melancolía fría, hecha eco, furor de menos a más, de más a menos, que no cae y se va embalsamando de sí misma, mientras es el vacío seco sigue en la garganta.
No lo oculta: Castán es un profesor de instituto, de los de abrigo hasta los tobillos, ahora mucha melena desordenada y blanca, a quien no sabemos si una caligrafía ha dado un dolor, o al revés. El caso es follar. No es la vida sino su nota pequeña, el regusto a paso del tiempo que la vida deja, arrugas y cicatrices, menos dinero en todas partes, menos ganas de muchas hambres, ceniza o chocolatina a montones en el fondo del alma, donde los recuerdos son despojos uno sobre otro, puro cementerio de automóviles. Hay un Castán –fíjense- que viene del abandono, va a hacia atrás, y otro que va hacia el deseo, y así se mueve más que la compresa de una coja, rigurosa prospectiva (lo que hizo -aunque se me escandalicen los del Opus- Rousseau en El contrato social). Todo es maravilla y, como dio cuenta Connolly, la buena prosa es aquella que siempre está llamada a ser leída dos veces. Cuentos (Páginas de Espuma) es un navajazo en tiempos de tanto regalo con el que recoger por la calle la mierda del perro. Un libro donde quedarse, y sacar el paraguas, porque pedimos esta lluvia menuda para siempre, con pañuelos y mocos. Un lírico, un poeta, un romántico negro, ajeno a certidumbres y sentencias, donde uno a sorbos descubre el agua como manto dorado, deslizándose por melenas hermosas, cinturas de avispa, ojos otoñales, promesas eternas y pezones duros como gomas de borrar en el recuerdo. Pura magia.