Roberto Alifano
La estafa consiste en un delito contra la propiedad o el patrimonio. En ocasiones se asimila al fraude, el timo y el engaño; pero, aunque estén relacionados no se trata de lo mismo. De acuerdo a lo establecido en términos generales por los diferentes tipos de legislaciones, el delito de estafa es descrito como un acto de daño o perjuicio sobre la propiedad o el patrimonio de otra persona. Por lo general, los delitos de estafa son considerados de menor gravedad que otros tales como el homicidio o el abuso sexual. En el derecho español se diferencia entre las estafas constitutivas de delito y las que se constituyen simplemente en una falta, estando la nota diferencial en el valor de lo estafado y en el acto en sí mismo.
En mi ya larga vida, que incómodamente roza las ochenta primaveras, puedo decir -aunque parezca una suficiencia- que, como afirma el añejo refrán popular, “estoy curado de espanto”. Al abordar este asunto del que me confieso lego porque no soy abogado, empiezo por confesar que aunque me irrita cualquier forma de fraude, no puedo negar que guardo una cierta comprensión hacia el delito de la falsificación de obras de arte. Es una estafa, sin duda, pero lo que opera sobre la ambición de ciertos mercaderes, tiene sus atenuantes; me refiero a la avidez de algunos coleccionistas, que aprovechan las desgracias ajenas para hacer muchas veces beneficiosos negocios de inversión. Me parece, además, que repetir o lograr una similitud de algo ya creado por un artista es, quizá, otra forma de creación, o de recreación en todo caso.
He conocido a varios pícaros que incursionaron en ese terreno y he leído con gusto el libro que registra las famosas falsificaciones que vendió como auténticas, Ferdinand Leger, un verdadero maestro en el género. Hay que ser muy astuto para engañar a Sotheby’s, o a famosos galeristas, que se suponen sabios en sus análisis de obras de arte.
Empiezo por una pintura falsa de Mark Rothko por la que se pagaron millones de dólares en los Estados Unidos. Cuentan que el millonario coleccionista de arte Domenico de Sole, presidente de la reconocida casa de subastas Sotheby’s y director ejecutivo de Gucci Group, al llegar a su casa encontró a su esposa temblando y al borde de un colapso cardíaco. La pobre mujer no podía articular palabras, el golpe emocional la había quebrado: la pintura de Mark Rothko que colgaba en la pared, y por la que habían pagado una cifra fabulosa, era falsa (la escena corresponde a Made You Look: una historia real filmada por Netflix sobre el arte del falsificado, que indaga, también, sobre las estafas más increíbles del mercado del arte de los últimos tiempos). Hay quienes aseguran que a nivel mundial, el volumen de dinero que se maneja en la falsificación de obras está enmarcado dentro del tráfico ilegal de bienes culturales y se ubica en “el tercer puesto del ranking delictivo”, después del tráfico de drogas y el de armas.
El documental pone foco en la prestigiosa galería de Nueva York Knoedler & Company, que ganó casi 80 millones de dólares vendiendo más de 60 obras falsas de los artistas Jackson Pollock, Mark Rothko y Robert Motherwell, entre otros pesos pesados del llamado expresionismo abstracto. Se afirma que la magnitud de esta maniobra, que empezó en 1995, resulta aún hoy impensada, pues llegó a engañar al Museo Metropolitano de Nueva York (MET) y al Louvre. También devino en uno de los clientes incautos el célebre banquero y coleccionista J.P. Morgan. Un dato enriquece e ilustra la gravedad del caso: la National Gallery de Londres le pidió a Knoedler & Company dos de esas aparentes pinturas de Rothko para incluirlas en el catálogo razonado del artista, aunque ya figuraban en el Benezit, una suerte de Biblia, donde se consignan todas las obras de primerísimo nivel artístico (se supone que auténticas, claro).
El escándalo no sólo conmocionó al mundo del arte, sino que evidenció un modus operandi que pasó por alto todo tipo de alertas. Bajo el testimonio de Ann Freedman (ex directora de la galería), los abogados de todas las partes en litigio, coleccionistas, críticos, periodistas de Vanity Fair y de The New York Times, el fundador de New York Art Forensics e investigadores del FBI, se vieron involucrados. La película de Netflix desnuda cómo se validan las obras y cómo opera la codiciosa alta sociedad en la construcción de estos millonarios engaños.
Como lejano antecedente, es leyenda el caso “Rembrandt – Goya”. Se dice que en Madrid, alguien llevó a un experto para constatar su autenticidad un supuesto óleo de Rembrandt. El hombre hizo su trabajo y cuando el dueño se acercó para saber el resultado, le dijo: “Mire, tengo dos noticias para usted; una mala y otra buena. Empiezo por la primera: la obra es falsa, no pertenece a Rembrandt”. La buena, sin embargo, era definitivamente alentadora. “He descubierto, por otro lado, que debajo de la falsificación hay un auténtico Goya”. ¿Qué había sucedido? Bueno, que en alguna época de su vida, el maestro español, quizá para sobrevivir a los malos tiempos de España, había hecho imitaciones del maestro alemán, que tenía una alta cotización en el mercado, muchísima más que la de él; y, al parecer, don Francisco había pintado sobre una obra suya, ya descartada, el falso Rembrandt.
Aquí, en la Argentina, un país muy adelantado en estos affaire; sin duda, tan enojosos como divertidos, se ha llevado recientemente al cine de ficción Mi obra maestra, del director Gastón Duprat, con los actores Guillermo Francella y Luis Brandoni, producida por la Televisión Española. La película cuenta una historia de las falsificaciones, que incluye fechas fraguadas y biografías apócrifas. También sobre el marchand Ferdinand Leger, se filmó en Francia una atrapadora historia, y se hizo lo mismo en Italia con el mítico actor Hugo Tognazzi como protagonista.
Pero entremos ahora en un memorable caso argentino. En la década del 60’, una gran falsificación de la obra del pintor uruguayo Pedro Figari causó conmoción en el ambiente local. Me tocó en parte ser testigo de este hecho que ocurrió en una cena realizada en la casa del maestro Santiago Cogorno, a la que fui invitado y en la que participaron sus colegas, Leopoldo Presas y Ernesto Farina, y los coleccionistas Federico Vogelius y César Palui. En aquella ocasión, el divertido Cogorno puso al descubierto, de un modo íntimo e inocente, un asunto que reveló el “enigma Figari” (Aclaro que el maestro Pedro Figari (1861 -1938) fue un artista, abogado y político uruguayo muy reconocido y una de las figuras más destacadas de la pintura latinoamericana, caracterizado por su estilo propio y su voluntad americana; vecino y bastante amigo de Borges y de su hermana Norah).
“¡Se acuerdan cuando en París para sobrevivir nos dedicamos a pintar obras de Figari! -estalló de pronto con su risa contagiosa Santiago Cogorno dirigiéndose a Vogelius, Presas y Farina-. Eran tiempos difíciles y nosotros nos especializamos en reproducirlo”. El caso, según el relato, fue así: el emprendedor empresario Federico Vogelius, que había comprado mucha obra del artista oriental, decidió realizar una exposición en una galería de París para intentar subir la cotización a precios internacionales. Para tales fines contrató una galería importante que los vendió con bastante éxito comercial; luego los cuadros que quedaron fueron traídos a la Argentina y algunos vendidos a un alto valor a compradores locales.
Algunos años después, en Buenos Aires, en una reunión en casa de un coleccionista dueño de una de las obras de Figari, un avezado crítico de arte invitado, dudó de la autenticidad de la pintura que colgaba de la pared; al ser analizada posteriormente resultó falsa, aunque detrás de ella estaba la certificación del maestro. El asunto no pasó a mayores. El cuadro apócrifo fue cambiado por otro auténtico y “aquí no ha pasado nada”.
No fue todo, algún tiempo después, seguramente por un apuro económico, el propietario de otra pintura de Figari, la llevó al Banco de empeños para obtener un préstamo. Curiosamente, pese al certificado de autenticidad, el peritaje dictaminó que la obra no era auténtica.
¿Qué había sucedido? No fue difícil la explicación. El maestro Figari pintaba sobre cartón entelado y atrás, con su firma, daba fe de su trabajo. Al parecer se habían rebanado con prolijidad los cartones y sobre la certificación se habían consumado, con la debida maestría, por supuesto, las correspondientes duplicidades del embuste artístico.
Obviamente, el propietario de la obra apeló a la justicia. Vogelius, se consideró uno de los engañados acusando a un remoto galerista francés de la maniobra, y la causa quedó archivada, como suele suceder en la Argentina, y para siempre. Lo cierto es que la cantidad de cuadros de Figari que había en el mercado no coincidían para nada con los pintados; se dice, que había más obras de las que pudo consumar el laborioso Figari en dos vidas.
Pero, claro, el divertido maestro Cogorno, aquella noche, con tallarines caseros y tuco boloñés, cocinado por su hermano Bartolo, entre copa y copa de buen vino, nos reveló el enigma que hasta ese momento se había mantenido en secreto. “Eran épocas bravas para nosotros -se atajó el entrañable Santiago, o “Santiaguito”-. Para sobrevivir en París pintábamos cuadros de Figari sobre los cartones donde él estampaba la certificación. Y nos salían perfecto, che… Con Leopoldo y Ernesto le agarramos la mano. Yo lo conocí mucho a don Pedro, era un hombre alegre y con sentido del humor. Aquella picardía nuestra lo hubiera divertido mucho”.
Escritor y periodista.
Publicado originalmente en elimparcial.es