Hace tiempo que deseo escribir un ensayo sobre una clase excepcional de caballeros. Hoy me limitaré a unos apuntes.
Excepcionales, en el sentido de que se apartan de la condición general de la mayoría, aunque en el lenguaje cotidiano y para el ciudadano de la calle no sean más que piratas modernos.
Ellos integran una liga criminal, pero se codean con presidentes, ministros y miembros de la realeza. Visitan los salones de empresarios legítimos y entre el clan de los banqueros son poco menos que leyenda.
Me refiero a los traficantes de armas, a los especuladores bursátiles, a los artistas del estraperlo, a los acaparadores de básicos, a los agiotistas, a los contrabandistas, a los príncipes del mercado negro, a cierta clase de políticos y columnistas y demás fauna demasiado numerosa para enlistar aquí.
Hoy día, desde un espectacular despacho en Wall Street, un atildado financiero puede inducir la devaluación de la moneda en un país africano y a continuación colocar bonos de esa nación en la bolsa de Tokio para ganar en unos minutos lo que a un trabajador honrado le tomaría, según estimaciones científicas, mil quinientos años.
Este mismo businessman podrá entonces platicar su hazaña por la noche entre martinis de Bombay Sapphire y caviar beluga con crema ácida sin que su conciencia se perturbe por los miles o millones de seres humanos que habrán cavado un metro más en sus tumbas.
Me parece, sin embargo, que si bien lo pillo, lo amoral, lo transa y lo tramposo, son caracterizaciones históricas de esos malandrines, en el pasado había, ¿cómo decirlo?… más clase. Es como en la guerra. Antes los soldados se enfrentaban al enemigo armas en la mano y arriesgaban la vida. Hoy una bomba inteligente cae en un hospital pediátrico en Bagdad y los generales gringos, a salvo a mil 500 kilómetros de distancia, exclaman ¡ups!
Hay historias fascinantes, como la de la venta de la torre Eiffel a un tonto y codicioso noveau riche gringo, of course, en 1932, o la del glaciar de agua dulce en la Antártida adquirido por otro millonario a quien la hermandad había convencido de que las reservas mundiales del líquido estaban a punto de agotarse.
Esas sí eran piraterías, y no las vulgaridades actuales como los fraccionamientos en Marte o en la Luna, o los bienes raíces que se comercializan, con dinero de a deveras, en un mundo cibernético llamado Second Life.
Veamos uno de esos casos de la vida real. El 24 de septiembre de 1869 fue un “viernes negro” en la economía yanqui. Cientos, miles, de pequeños y medianos inversionistas perdieron hasta la camisa. Grandes fortunas se hicieron humo. Oleadas de pánico y desesperación recorrieron el país que apenas cuatro años antes había salido de una sangrienta guerra civil. Hubo suicidios y homicidios. Familias enteras se desmembraron. Muchos perdieron la razón.
¿Fallas estructurales en la economía? ¿Contradicciones dialécticas en los mercados? No. Bastó que dos barones de la piratería manipularan el mercado sin que les importase llevar a la ruina al país y dañar a la sociedad. Estos burros, con perdón de los jumentos, no pensaron en la inutilidad de poseer una fortuna cuanto todos los demás han muerto de hambre.
Daniel Drew y Jim Fisk, los personajes de esa tragicomedia, eran el prototipo de los bandidos de cuello blanco. En mi rancho nunca supieron de ellos, porque ya habrían desplazado a Jesús Malverde de los altares de los bandoleros.
La historia es la siguiente. Durante la guerra civil gringa el gobierno emitió bonos que serían readquiridos con oro al término del conflicto. Fisk y Gould urdieron un plan para acaparar el metal, elevar artificialmente su precio y venderlo con ganancias colosales.
Reclutaron a un cuñado del presidente Ulises Grant para convencerle de no vender las reservas de oro del Tesoro, colocaron a un cómplice como tesorero adjunto encargado de vigilar las reservas, utilizaron fondos del banco del grupo político “Tammany Hall” (organización en la cual Carlos Ahumada y René Bejarano serían apenas acólitos), compraron a jueces, a funcionarios y a políticos, usaron fondos de accionistas, corrieron el rumor de que la esposa del presidente estaba en el mercado del metal precioso y desde el verano de 1869 comenzaron a comprar todo el oro a su alcance.
En unas semanas el precio del oro aumentó vertiginosamente y el 24 de septiembre alcanzó un 30% de valor histórico adicional. Ese día el gobierno decidió liberar sus reservas para frenar la especulación. El precio se desplomó, arrastró a la ruina a miles y se desató una depresión que duraría varios años.
Gould y Fisk amasaron una fortuna a costa de la economía de su país y de la ruina de miles. ¿Suena conocido? El Congreso abrió una investigación, pero no avanzó pues uno de los involucrados era el hermano de la esposa del presidente y el costo político era demasiado alto. ¿Suena conocido?
En este caso hubo al menos un dedazo de justicia poética. De los dos bribones, Fisk era el más ostentoso. Un tipo enorme y barbudo que usaba ropa chillona, financiaba obras de burlesque y seducía actrices. En enero de 1872, tres años después del fraude y cuando, supongo, apenas comenzaba a disfrutar de su nueva y mal habida fortuna, un rival en amores lo asesinó en la escalinata del hotel Broadway Central de Nueva York. El funeral fue impresionante. El cortejo desfiló por las avenidas encabezado por una orquesta de 200 músicos y compañías de milicianos estatales. Miles de espectadores abarrotaron las aceras a su paso. Hoy ya nadie recuerda a Jim Frisk ni a su cómplice Daniel Drew. Josie Mansfield, la mujer por cuyos amores fue ultimado, fue descrita en un diario de la época como “una actriz de talento limitado”.
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