Diego Medrano
Nunca, en épocas pretéritas, las reflexiones en torno al trabajo fueron tan varias y floridas como en la actualidad. Si teletrabajo o jornada de cuatro y ocho horas semanales, si trabajo presencial o a distancia, etc. James Suzman, antropólogo de camisa arrugada y barba de tres días, publica obra fundamental al respecto: Trabajo: una historia de cómo empleamos el tiempo (Debate). Escribe Yuval Noah Harari: “Suzman subraya que lo que consideramos natural es a menudo solo el cuestionable legado de gurús industriales y creencias agrícolas. Indagando en cómo hemos invertido nuestro tiempo en el pasado, quizás seamos capaces de tomar decisiones más sensatas en el futuro”.
La primera revolución industrial vino definida por el hollín de las chimeneas que alimentaban máquinas de vapor a carbón; la segunda surgió de los enchufes eléctricos de la pared; la tercera adoptó la forma de microprocesadores electrónicos. Ahora, ya sin remedio, estamos en medio de una cuarta revolución industrial, sin retroceso posible, nacida de la unión de varias tecnologías digitales, biológicas y físicas, mucho más transformativa que sus predecesoras. Nadie está seguro de cómo evolucionará la misma, más allá del hecho de que en nuestras fábricas, negocios y hogares, los sistemas ciberfísicos automatizados, animados por algoritmos de aprendizaje automático, asumirán cada vez más tareas. Escribe Suzman: “Para algunas personas, la perspectiva de un futuro automatizado anuncia una época de ventajas robóticas. Para otras, supone otro fatídico paso hacia una distopía cibernética. Pero para muchas, la perspectiva de un futuro automatizado solo plantea una pregunta inmediata: ¿qué ocurrirá si un robot me quita el trabajo?”. Las máquinas –es la triste realidad última- ya hablan entre sí, ajenas a retroceso.
El trabajo nos define, dicta dónde y con quién pasamos la mayor parte de nuestro tiempo, por medio del trabajo nos valoramos y nos valoran, surge el debate ahora más que nunca si nuestros antepasados vivían para trabajar o trabajaban para vivir. ¿Cómo será o sería ese mundo donde el trabajo no fuese lo definitorio? Así Suzman traza una historia del trabajo desde los orígenes de la vida en la Tierra hasta la actualidad. Vivir es trabajar: “Si la vida puede definirse en función del tipo de trabajo que hacen los seres vivos, entonces el proceso de transformar la materia terrestre inorgánica en materia viva y orgánica debió implicar algún tipo de trabajo (un arranque lleno de energía que puso en marcha el motor de la vida primordial). Se desconoce de dónde procedía exactamente esta energía. Tal surgiera del dedo de un dios, pero es bastante más probable que su origen estuviera en las reacciones geoquímicas que hacían que la Tierra primitiva bullera y burbujeara, o en la descomposición de los materiales radioactivos que en la Tierra antigua sucumbían poco a poco a la entropía”.
La evolución cognitiva determina si los primates, así como otras criaturas inteligentes como las ballenas y los delfines, son capaces de tener un comportamiento similar al humano. Sigue abierto el grado en que diferentes animales comprenden el sentido de sus acciones a la manera humana. Otras especies animales nos invitan a pensar de manera diferente sobre algunos aspectos menos obvios del modo en que trabajamos: “Las termitas, las abejas y las hormigas, cuya incesante laboriosidad y sofisticación social pueden recordarnos a los cambios extraordinarios que experimentó la forma en que trabajaban los humanos después de convertirse en productores de alimentos de manera colaborativa y, más tarde, cuando se trasladaron a las ciudades. Hay muchas otras especies que, como nosotros, parecen dedicar una tremenda cantidad de energía a hacer un trabajo que no parece responder a un propósito obvio o que han desarrollado rasgos físicos y de comportamiento que son difíciles de explicar porque parecen ostentosamente ineficaces. Rasgos como la cola del pavo real macho”.
Están en la picota, sí, las especies que forman comunidades sociales intergeneracionales y complejas, en las que los individuos trabajan juntos para satisfacer las necesidades de energía y la reproducción, y que a menudo hacen trabajos diferentes y en ocasiones se sacrifican por el bien del equipo, denominadas “eusociales” en lugar de simplemente “sociales”. “Eu” significa bueno, en griego, para enfatizar el aparente altruismo asociado a tales especies. Escribe Suzman: “En el mundo natural, la eusociabilidad es poco habitual, incluso entre los insectos. Todas las termitas y hormigas son eusociales en diferente grado, pero al menos el diez por ciento de las especies de abejas y solo una proporción muy pequeña de los miles de avispas son de verdad eusociales. Fuera del mundo de los insectos, la eusociabilidad es incluso más rara, además de los humanos solo hay dos especies de vertebrados verdaderamente eusociales: las ratas topo lampiñas de África oriental y las ratas topo del Kalahari occidental. Estas dos criaturas subterráneas han evolucionado para vivir en entornos que ellas han modificado de manera sustancial. Los humanos siempre han encontrado analogías en el mundo natural para su comportamiento”.
Productores de distintos tipos de trabajo, según habilidades adquiridas, sí. Pero también estamos conformados por distintos tipos de trabajo que hacemos: “Con el tiempo, la dependencia cada vez mayor que desarrollaron nuestros antepasados evolutivos de las herramientas reorientó su trayectoria evolutiva, al seleccionar progresivamente los cuerpos mejor optimizados para hacer y usar herramientas”. Se volvieron hábiles en la adquisición misma de habilidades. La mayoría de los animales desarrollaron capacidades concretas que fueron perfeccionándose durante generaciones. Los humanos, fuimos y somos, plásticos y versátiles. La plasticidad es cualidad joven que disminuye con la edad volviéndonos reticentes al cambio. Los hábitos adquiridos cambian en las edades tempranas, así como los valores y creencias de nuestra naturaleza esencial, en el paso o andar mismo del tiempo los denigramos por antinaturales o inhumanos. Suzman saca sus lecciones del primitivismo visto a ojos abiertos.
Los bosquimanos destacaron, por ejemplo, al haber mantenido una sociedad de alimentación hasta bien entrado el siglo XX. Solo pasaban 15 horas a la semana buscando comida y almacenaban poco para el futuro, confiando en su entorno. Tardaron en extinguirse. Los excedentes se redistribuían entre el grupo y existían sanciones sociales por egoísmo y engreimiento. Su economía erradicaba desigualdad y deseos materiales. Los cazadores/recolectores llevaron vidas de ocio y abundancia. La sociedad del futuro puede ser de 15 horas laborales. Tuvimos más tiempo libre como cazadores/recolectores que en la actualidad. Matan la desigualdad, la insatisfacción y la mala salud. Los cazadores/recolectores sobrevivieron porque sabían tomarse días libres, de manera espontánea, sin cazar ni recolectar. Sabían dejar de buscar comida, si tenían hambre, un día a la semana, ajenos a consecuencias serias. Los agricultores no pudieron: tomarse un día libre no era opción. Lean a Suzman. El debate vuelve. La parte más intenta: cuando llega a los asalariados de la gran ciudad, ajenos a agricultores y cazadores, quienes comienzan a vestirse para impresionar y no a tenor de la practicidad del trabajo corriente. Fantasmas habituales.
Escritor
Publicado originalmente en elimparcial.es