Martín-Miguel Rubio Esteban
Miguel Villalonga y Pons (1889-1946). Capitán, magnífico novelista, columnista y crítico literario. Hijo de un general de caballería, Miguel tuvo una gran ilusión en su vocación militar en sus inicios, tal como demuestran sus hechos de armas en África, pero un decreto de Miguel Primo de Rivera que inexplicablemente retrasaba los ascensos a los tenientes de la Escala Activa y que le mantuvo en dique seco como teniente varios años, hizo que cuando ascendió a capitán su vocación militar estaba ya casi extinguida. Y es que a menudo ese espíritu administrativista que se ha inoculado al ejército, ese derecho motorizado que es el Derecho Administrativo, que responde más a los intereses del gobierno, que a los de la patria, ha aniquilado grandes vocaciones castrenses, vocaciones castrenses de la antigua caballería.
No siempre el espíritu militar, fundado en el honor, la sencillez y la buena fe, se armoniza con algunas abstrusidades burocráticas de la Administración, nacidas de la experiencia real con una ciudadanía que no siempre actúa con buena fe. Los buenos a menudo también sufren de la maquinaria administrativa destinada contra los malos. Así, desilusionado de su carrera militar, se acogió a la Ley de Azaña, aquella que posibilitó licenciar honrosamente a los militares desafectos con la República, y que a la postre constituyó el principal error de Azaña y acaso el fulminante levantamiento del 36. Incorporado a la vida civil, Miguel Villalonga comenzó a colaborar en diversos periódicos tanto de Mallorca, su patria chica, como de España, entre otras razones para redondear su magra paga de capitán retirado. Es así que se encontraba en situación de retiro cuando estalló la Guerra Civil. Se le nombró Jefe de Prensa y Propaganda en Mallorca, pero el nivel intelectual de los camaradas con los que tenía que llevar a cabo su Jefatura le desilusionó de tal manera, que prefirió marchar al combate directo, y así se le destinó al frente de Villarcayo en Burgos, de donde volvería a los pocos meses aquejado de una terrible artritis reumatoide.
Su caballerosidad militar siempre encontró tan hermosa la muerte en la trinchera como repugnante y siniestra en la retaguardia. Muy enfermo por el reuma y posteriormente abatido por la parálisis, permaneció inactivo y postrado desde el fin de la guerra hasta su muerte. En el semanario El Español publicó la novela El tonto discreto (1943), además de dirigir dos secciones. Su obra literaria acusa el estilo preciosista que se impuso durante aquellos años. Tiene claras influencias de Proust, Thomas Mann, Valéry y Joyce. Cultivó una prosa primorosa y académica, a través de la que fue expresando su espíritu amargo, burlón, finalmente humorístico y con tendencia a la transcendentalidad. En Miss Giacomini. Ochos días de vida provinciana (1941), una de las grandes novelas españolas del siglo XX, según Andrés Trapiello, que había ya antes publicado por entregas, aparece todo un mundo refinado, aristocrático y poético, con remembranzas de la caballería renacentista, pero entramado de observaciones cáusticas y agudas. Su aristocratismo lo fue al modo de Chateaubriand, del que escribió una espléndida biografía, en el sentido de que creía justo el orden natural de las cosas aliado siempre al divino. Después de su muerte, y gracias a su hermano Lorenzo, también escritor de raza, apareció su Autobiografía (1947), interesante documento que revela el espíritu de un artista genial confinado en la soledad y la amargura. En 1963 se publicó una recopilación de sus preciosos cuentos bajo el título de Vacaciones de Semana Santa.
Su gran obra, Miss Giacomini, no gustó en la República por muy reaccionaria, y tampoco gustó al franquismo por muy revolucionaria. El mismo Miguel Villalonga nos los confiesa en un apéndice titulado “Crítica de críticos”, e inserto al final de El tonto discreto: “En el mundillo literario de Palma de Mallorca, la segunda edición de Miss Giacomini fue recibida con iguales precauciones que la primera. En tiempos de la República había sido peligroso hablar de un señor tan reaccionario como yo: Y en la primavera del año cuarenta y uno me enteré por el barómetro de la prensa local de que mi “peligrosidad” subsistía, aunque con signo opuesto. Sin darme yo cuenta, el reaccionario de 1934 había pasado a ser el revolucionario de 1941”. Incluso uno de aquellos nacional-católicos no falangistas llegó a decir sobre la novela de Villalonga: “si después de ganar la guerra se seguían reeditando novelas como esa, la guerra no había servido para nada”. Y es que, como siempre pasa en España, la crítica más venenosa venía de los meapilas: incluso Rafael García Serrano, otro de los pocos escritores que combatió en las trincheras en primera línea, sufrió la censura total de su novela más célebre durante un tiempo por ofender la moral de sacristía de aquellos hipócritas gazmoños que no habían estado en el frente.
Doctor en Filología Clásica
Publicado originalmente en elimparcial.es