Advertencias clásicas

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Martín-Miguel Rubio Esteban

En la primera democracia que ha existido, la democracia por antonomasia, la Democracia Ateniense, la oración que abría cada una de las reuniones de la Asamblea incluía la siguiente invocación: “que cualquiera que actúe y hable en defensa de los mejores intereses de Atenas pueda imponerse” (vid. Thesmophoriae, vv. 295-311). Es evidente que los atenienses no sólo amaban la patria que los había hecho libres e iguales ante la ley, sino que creían en ellos mismos y nunca sintieron desprecio de sí mismos, ni en las horas más bajas. La “isogonía”, igualdad de origen o fraternidad, fue un principio político que nunca les faltó. Cuando todo el mundo tiene la intención de defender los mejores intereses de Atenas, independientemente a la corriente política en la que estuviese inmerso, no importa que en cada asamblea la soberanía del pueblo sea prácticamente total, y “casi” un país nuevo pueda salir de cada Asamblea, si bien los thesmothetai siempre estaban atentos a que ningún líder político cayese en una “graphê paranomôn”, o propuesta inconstitucional. Ahora bien, si los debates comenzaban con la invocación citada, de carácter parenético y votivo, es porque era necesario hacerlo, ya que la traición siempre latirá en lo más oscuro de la naturaleza humana. Es así que hubo importantes oradores que fueron comprados por el Rey persa, y más adelante por Filipo II de Macedonia, como el mismo Isócrates y Esquines. Todos estos, aunque recibieron ese sucio dinero, justificaron ante la posteridad su trabajo mercenario, intentándonos persuadir de que el bien de Persia o el bien de Macedonia coincidían a la sazón con el bien de la propia patria.

La Democracia es prácticamente contemporánea del pensamiento protagóreo para el que, al decir de Platón, cada uno de nosotros vive en un mundo privado de experiencia incorregible, constituido por una sucesión de apariencias momentánea. Claro, que nunca estaremos seguros dónde está el verdadero Protágoras y no el “Platágoras” del Theaetetus. El pensamiento protagóreo reforzó la idea de que hay tantas verdades como personas, de que no existe ninguna verdad ni realidad políticas independientes de la experiencia humana. Y ello se tradujo a la respetabilidad de todas las opiniones políticas en el marco de la Asamblea. No obstante, existían cuatro cosas que limitaban la libertad de opinión, la realidad ( v. gr. Atenas es más grande que Egina ), la experiencia colectiva ( v. gr. Atenas es más fuerte en el mar que en la tierra ), la lógica interna de los argumentos ( v. gr. una opinión no puede proponer una cosa y la contraria ) y la defensa continua de los intereses supremos de la patria. Cuando el orador transgredía cualquiera de estas cuatro “realidades”, los “toxótai”, aunque significan “arqueros”, en el contexto urbano eran una especie de policías municipales, podían desalojarlo de la tribuna por mequetrefe ( Jenofonte nos cuenta en sus Memorabilia cómo un jovencito fue desalojado de la tribuna por sus torpes razonamientos y cómo muy avergonzado lo reconoce ante Sócrates ). Estas actuaciones de los toxótai eran muy infrecuentes y raras, porque las continuas prácticas democráticas habían infundido al pueblo un autodominio colectivo, y una competencia política, que era una mezcla de “technê” ( conocimiento ) y “aretê” ( virtud ). La primera Democracia tuvo claro que el hombre está formado por la sociedad, y que la sociedad está formada por el hombre. La sociedad produce no sólo hábitos de autocontrol, sino también ilustración. Todos somos interdependientes, y cada uno de nosotros nos formamos a través de un proceso de participación política. Los mismos intereses del hombre se definen y son formados por la interacción social. Los ciudadanos atenienses vieron pronto que toda opinión que no se fundase en la experiencia personal y colectiva y no se contrastase con pruebas de realidad era una ráfaga de barbarie, una boutade nacida de usos prepolíticos y, por tanto, siempre peligrosa para la ciudadanía.

Pues bien, creo que en la actualidad demasiadas teorías políticas reflejan tanto una fe arrogante en el poder de sus razones, siempre invalidadas por la Historia y la naturaleza humana, cuanto su enorme rechazo y desprecio por la experiencia real que los hombres tenemos del mundo. Una de esas teorías políticas es el marxismo, que tanto daño ha hecho durante más de sesenta años al pueblo cubano, entre otros muchos, y que en estos días lo sigue haciendo si cabe con mayor inhumanidad. Por otro lado, del mismo modo que hay enfermos que yerran con el sabor de la comida, tomando por amargo lo que el hombre saludable siente dulce, también hay enfermedades del alma, como la ignorancia, el fanatismo o la pasión del odio, que pueden explicar las tomas de decisión política que son dañinas. En cualquier sociedad civilizada el gobierno no puede ser un “poder coercitivo”, como lo es en las sociedades comunistas, sino la expresión directa del bien colectivo. En una sociedad libre, aunque existan presidentes y generales, no hay ningún caso de sumisión sistemática de un hombre a la autoridad de otros. La democracia no borra las diferencias sociales y económicas – menos aún el comunismo, claro – pero las absorbe todas en la esfera política. Definitivamente el comunismo se defiende y se define en contra de la realidad más básica y material, así como contra la experiencia histórica y colectiva; ergo ya es sólo una manía o trauma del alma, y no una política.

Doctor en Filología Clásica

Publicado originalmente en elimparcial.es