Armando Hernández
A 7 años de la desaparición de 43 estudiantes de Ayotzinapa, (26 de septiembre de 2014), en La Crisis damos un repaso al caso que sigue sin resolverse y que recientemente sufrió un duro golpe a la investigación con la muerte de Mario Casarrubias, líder del grupo criminal “Guerreros Unidos”, quien falleció a causa Covid-19.
Con su muerte, podrían perderse pistas sobre el esclarecimiento del paradero de los estudiantes aún desaparecidos por el caso Ayotzinapa.
Organismos de derechos humanos sostienen que los estudiantes fueron secuestrados y entregados a la organización Guerreros Unidos y algunos de ellos incinerados en diferentes lugares, contrario a la versión del gobierno anterior que aseguraba que fueron asesinados y calcinados en un basurero de la zona.
Incluso, con una frase, el fiscal general de la República, Alejandro Gertz Manero, puso fin a uno de los temas más polémicos en la historia reciente de México. “Se acabó la verdad histórica”, dijo en un mensaje a periodistas el martes 30 de junio.
Gertz se refería a la versión del gobierno del entonces presidente Enrique Peña Nieto sobre el destino de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural Isidro Burgos de Ayotzinapa, la cual establecía que una banda de narcotráfico conocida como Guerreros Unidos los secuestró y ordenó su asesinato.
Según esa versión, sus cuerpos fueron incinerados en un basurero del municipio vecino de Cocula, en el mismo estado. Sin embargo, familiares de las víctimas no creyeron el argumento de la Procuraduría General de la República (PGR, hoy Fiscalía General).
De hecho la versión fue desestimada por el Grupo Independiente de Expertos Internacionales (GIEI), que durante casi dos años analizó el expediente del caso y realizó su propia investigación.
Desde el inicio de su gobierno el presidente Andrés Manuel López Obrador se comprometió a localizar el destino de los estudiantes, algo que hasta ahora no ha logrado.
Para conocer más del caso, se retomó el texto publicado por Carlos Alonso Reynoso, y Jorge Alonso Sánchez en 2016, Ayotzinapa. La incansable lucha por la verdad, la justicia y la vida, libro respaldado por la Universidad de Guadalajara y el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente (ITESO).
El libro profundiza la reflexión sobre las características de este movimiento social y sobre cómo se han ido abandonando aspectos que dieron vida a otros movimientos sociales en distintos momentos y con otras demandas.
Los autores profundizan en las posibilidades abiertas por Ayotzinapa para aglutinar diversas demandas de manera solidaria y con la construcción de acuerdos comunes, muy en la línea de lo que los zapatistas les dijeron a los padres de los normalistas a finales del 2014, sobre que siguieran buscando otros dolores y otras rebeldías, unidas en una misma resistencia contra el capitalismo depredador.
Una primera característica del movimiento de Ayotzinapa mencionada por los autores es que “ha tenido una intensidad que no se le había visto a otros movimientos de este tipo”, por lo que ellos se proponen “comprender lo que lo hace específico. Ha conmovido profundamente a México y al mundo. Tiene un objetivo vital que lo hace existir y ser y un componente de lograr ser oportunidad para la convergencia de muchas luchas”. Como los mismos autores reconocen, sobre el segundo punto se han hecho algunos ensayos.
Para ubicar mejor estas expresiones de un movimiento social como el de Ayotzinapa, los autores inician el libro con un capítulo que recoge de manera sintética la irrupción del movimiento y de su acción inicial.
De manera paralela y altamente contrastante, los autores van comparando la actuación de las autoridades (la “inconsistente versión oficial”, según la llaman), desde la construcción de la mal llamada “versión histórica” hasta su desmentido contundente con la investigación del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), creado tras las presiones a nivel nacional e internacional, aceptado y financiado por el Gobierno federal y, posteriormente, expulsado por el propio Gobierno.
El segundo capítulo se centra en la actuación del GIEI, en buena medida porque se trata de la intervención de un organismo externo que se enfrentó, desde el inicio de su trabajo, con la oposición de diversos funcionarios del Gobierno.
De acuerdo con la primera versión, la de la PGR, los estudiantes abordaron cuatro autobuses cuando fueron confundidos por miembros del crimen organizado y fueron secuestrados, asesinados e incinerados a las 12:00 de la noche en un basurero de Cucula. Finalmente, los restos de los normalistas fueron tirados a un río cercano al basurero.
Los miembros del GIEI revisaron grabaciones de seguridad en la terminal de camiones donde se demuestra que hubo un quinto autobús. El registro de un mensaje de texto enviado a las 01:00 horas de la madrugada siguiente desde el celular de uno de los desaparecidos comprueba que los jóvenes no estuvieron en el basurero de Cucula, pues en ese lugar no hay recepción telefónica. Y un peritaje realizado a la zona del río en donde supuestamente fueron tiradas las cenizas de los desaparecidos, demostró signos de alteración.
De ahí que en el libro, el papel de los forenses argentinos resulta fundamental. La conclusión del GIEI, desde su primer informe y luego consolidada en el segundo, significa la destrucción de la “verdad histórica”. Además, el texto retoma las diversas líneas de investigación sugeridas por el GIEI, como el papel relevante, por omisión, del 27º Batallón de Infantería, y la indagación sobre el quinto camión, presumiblemente cargado de droga con destino a Chicago.
El tercer capítulo documenta todo el proceso de encuentros y desencuentros del GIEI con funcionarios gubernamentales, y de eso hasta la decisión de no prorrogar su estancia en el país contra la voluntad y propuesta del movimiento de Ayotzinapa y diversas ONG que los han acompañado, las cuales solicitaban la permanencia del GIEI por tiempo indefinido hasta que se diera con el paradero de los normalistas.
Dada la riqueza de este movimiento, que ha dado mucho qué pensar debido a su persistencia, intensidad y, sobre todo, por ser incansable, como señalan los autores, estos dedican un cuarto capítulo a recoger algunas opiniones que se han vertido a lo largo de este proceso: libros, capítulos de libro, columnas de opinión, cualquier fuente de información en torno al movimiento Ayotzinapa. De este conjunto, los autores hacen un balance y ofrecen “las pistas que encontramos para comprender un movimiento tan rico y complejo”
El final de la introducción de este libro es la principal clave de su lectura: “Una pregunta rectora de la investigación ha sido si el movimiento de Ayotzinapa pudiera encuadrarse en uno más de los movimientos de indignados o si aportaba elementos que lo hicieran distinto”.
Como particularidad del libro, no incluye conclusiones sino un apartado llamado “Para seguir reflexionando”, dentro del cual un primer punto de interés es una afirmación de los autores: “Consideramos que no es un movimiento social más […], preferimos situar al movimiento de Ayotzinapa como un movimiento de otra índole”.
A casi 7 años de la desaparición persisten las dudas sobre los sitios y la forma en que fueron asesinados los tres normalistas cuyos restos han sido identificados. Tampoco hay certeza de los otros 40. Las fallas iniciales generaron años de retraso, sostiene la actual FGR.
Restos encontrados que no se indagaron y se ocultaron por años; terrenos que no fueron bien explorados pese a que había pistas para ello; una tecnología costosa pero inadecuada para explorar la superficie; conclusiones adelantadas sin la evidencia suficiente y pruebas sembradas o recolectadas sin los protocolos adecuados.
Se trata de algunas de las numerosas fallas y negligencias que han rodeado la investigación en campo sobre el paradero de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa desaparecidos en septiembre de 2014 en Iguala, Guerrero.
Anomalías que, según las autoridades actuales y los abogados de las víctimas, han provocado que a casi siete años del crimen solo se haya conseguido identificar los restos de tres de los normalistas, sin que haya claridad del estado o destino de los otros 40 estudiantes no localizados.
Así, madres y padres de las víctimas exigen al gobierno de Andrés Manuel López Obrador que se investigue la participación del ex presidente Enrique Peña Nieto en los hechos que ocurrieron el 26 de septiembre en Iguala, Guerrero.
Si bien Vidulfo Rosales, abogado de los padres y madres de los 43, reconoció los esfuerzos del gobierno en turno por avanzar en la investigación. Sin embargo, opina también que “Faltan elementos: ¿Quién ordenó? ¿Por qué lo ordenó? (…) No tenemos la verdad, no tenemos la certeza de lo que ocurrió” y le preocupa que “pareciera que el gobierno no quiere enfrentarse con las clases políticas”.
Por ello, en el caso Ayotzinapa, como ha mencionado en sus columnas en Indicador Político, Carlos Ramírez subraya que la responsabilidad del Estado ha radicado en el hecho de que autoridades institucionales locales a nivel municipal y estatal hayan permitido la penetración de los intereses criminales en las estructuras del Estado.
La consolidación de cárteles, que explica el aumento en la participación de las fuerzas armadas en apoyo a la seguridad pública en situación de crisis de la seguridad interior, también se acredita al Estado en función de la estrategia del sexenio actual de no perseguir bandas ni capos y esperar a la rendición incondicional de delincuentes.
Así, sin la presencia activa del Estado y sus instituciones de seguridad, las bandas criminales han proliferado no sólo en actividades del narco, sino que han comenzado a sustituir al Estado en temas de venta de seguridad o de protección, cobro de cuotas de extorsión y chantajes y secuestros.