“El poder es como un explosivo: o se maneja con cuidado, o estalla”. Palabras de Enrique Tierno Galván –alcalde de Madrid cuando se puso punto final al franquismo–.
Los políticos, de cualquier parte del mundo, como el presidente Obrador deberían atender las sabias palabras de Tierno Galván.
Eso podría ocurrir con el gobierno de la cuarta transformación si el presidente Obrador no actúa a tiempo para enderezar el rumbo del país. Quizás parezca tarde cuando su gobierno está a punto de cumplir la mitad de su sexenio. Hay tiempo, lo que hace falta es voluntad y claridad política. Y una definición del país que queremos.
Hasta ahora lo único que ha cambiado en Palacio Nacional es el menú, pero siguen acudiendo los mismos invitados de siempre. El presidente está rodeado por la misma mafia del poder.
Frente a los reclamos de la muchedumbre hace unos días a su paso por Huauchinango, en la Sierra Norte de Puebla, Obrador anunció que va a regresar a la celebración de eventos masivos. De entrada ya anunció uno de ellos el próximo 20 de noviembre.
Su preocupación mayor es pasar a la historia en un lienzo junto a los héroes de la patria. Se ha dicho hasta la saciedad que el tabasqueño luchó cerca de veinte años para llegar al poder, pero jamás se preparó para ejercerlo.
Como nos ha ocurrido en mucho tiempo, nos hemos equivocado en otorgarle una dimensión de estadistas a quienes carecen de la visión y liderazgo para establecer un verdadero proyecto de Nación.
Obrador está muy lejos de ser el estadista que México reclama. El tabasqueño resultó un presidente pequeño para un país de grandes retos.
Hemos padecido gobiernos acaudillados por políticos mesiánicos. Echeverría se soñó el líder del tercer mundo y López Portillo se sentía la reencarnación de Quetzalcóatl. Eran los tiempos de los candidatos únicos, no existía la verdadera oposición. Era el régimen de un solo partido. Los tecnócratas que desembarcaron con la bandera del neoliberalismo se acogieron a un modelo impuesto desde afuera. De nada sirvió la “modernización” de la economía. El neoliberalismo dejó como herencia a una minoría altamente privilegiada en lo económico, pero su legado en lo social dejó una honda desigualdad y marginación en la mayoría de la población.
Eso explica por qué personajes como Vicente Fox y López Obrador despertaron, en su momento, enormes expectativas con sus discursos populistas. Fox –quien llegó a prometer a México “trabajar un chingo y ser poco pendejo” – quería arreglar los problemas del país en 15 minutos. Obrador creyó poseer una varita mágica para acabar con todas las injusticias arrastradas por el país a lo largo de más de un siglo.
Con Peña Nieto el país quedó sumido en la desesperanza. La corrupción durante todo su sexenio terminó por devorar a su gobierno.
A Obrador los problemas del país lo han rebasado. La falta de claridad y de visión se concentra en su discurso rijoso, en su dispersión ideológica que han atomizado al país. Lejos de mostrarse como un estadista actúa como un político cerril. La provincia mata.
Durante su permanente lucha por el poder Obrador enarboló la bandera contra la corrupción como la esencia de su proyecto de gobierno, muchos de quienes simpatizaban con esa causa terminaron desencantados al ver que se trató tan solo de una proclama electoral.
Ahora mismo su hermano Pío Lorenzo libra en tribunales un proceso por delitos de corrupción. Se repite la misma historia de su archirrival Carlos Salinas de Gortari al que Obrador definió como el “innombrable” y cuyo hermano Raúl Salinas se convirtió en un ícono de la corrupción del salinato.
En el fondo Obrador planteó un “cambio de régimen” pero carente de una orientación ideológica propia. Así como Salinas importó su proyecto neoliberal disfrazado de “liberalismo social”, Obrador hizo lo propio al pretender calcar no solo el discurso radical y populista del chavismo y del castrismo y buscando dar vuelta a las reformas constitucionales tanto en los energéticos como en la industria eléctrica.
En sus promesas de cambio y bienestar generalizado, el proyecto de Obrador es un modelo que se ahoga en sus propias contradicciones. Lejos de fomentar la confianza y de los buenos propósitos el gobierno de la cuarta transformación ha incurrido en medidas económicas draconianas al igual que los neoliberales.
El dilema que Obrador enfrenta es definir el país que pretende gobernar en el resto de su sexenio, tal vez el tiempo no le alcance a ver logrados sus propósitos, pues desde el inicio falló en sus cálculos políticos. Él proponía el cambio y confiaba en tener el método, la capacidad y los hombres para lograrlo.
Su proyecto de “nuevo régimen” carece de método, no pudo con el cambio como pretendía, no demostró ser capaz y no contó con los hombres con el perfil adecuado para lograrlo. Su gabinete es un desastre y no pudo convertir a la economía en un tema de interés social.
Tiene un desafío frente a la toma de decisiones con las empresas públicas, las reformas a la ley eléctrica es un dura prueba y peor aún en el 2023 tendrá el enorme reto de convalidar o dar por concluida la Concesión de Telmex en poder del magnate Carlos Slim desde 1990 y que el Instituto Federal de Telecomunicaciones en complicidad con el expresidente Peña Nieto buscaron extender hasta el año 2056.
El gran problema de Obrador es de comunicación, a los medios de información los convirtió en sus enemigos y no tiene un discurso coherente sobre su proyecto de Nación. No nos ilusionemos soñando que de la noche a la mañana se transforme en un estadista. Lo más seguro es que continúe por la misma senda del neoliberalismo populista.
A mitad de su gobierno la pregunta es ¿Hacia dónde vamos? No lo sabemos, sólo Dios y él lo saben, aunque lo más seguro es quién sabe.