El consenso es un acuerdo producido por consentimiento entre todas las partes de un cuerpo social, un grupo o un todo. Se procura el consenso para evitar la violencia abierta. Para que los Estados nacionales funcionen deben mantener un umbral mínimo de consenso, dicho umbral articula un acuerdo tácito que le da sustancia al orden establecido, construye esquemas de colaboración acuerpando y armonizando hasta cierto punto el antagonismo natural en toda convivencia política. En democracias el consenso permite la construcción de mayorías, el respeto a ellas y a su ejercicio político, también posibilita la aspiración política de las minorías, las cuales aguardando una nueva oportunidad asumen que por el momento no gozan de la hegemonía para ejercer el poder.
De igual forma los consensos también permiten transitar acuerdos nacionales, tanto mayorías como minorías estructuran peticiones propias, negocian posiciones, pero el bien general prevalece para el establecimiento de decisiones de trascendencia nacional. Algunas interpretaciones revanchistas del ejercicio del poder asumen que al constituirse como mayorías el botín político debe sólo repartirse entre los grupos afines, desapareciendo o minimizando a los cuerpos intermedios y refractarios de la política. Normalmente esto se entiende como un cambio de paradigma en el que para avanzar o implantar un proyecto político se deben desaparecer a todas las demás fuerzas que rivalizan. El consenso se pierde, se extravía, pues éste conlleva el acuerdo de todas las partes a jugar y aceptar las reglas del ejercicio de la política.
Sin embargo, la esencia de la democracia no es el consenso, sino el disenso. El disenso por el contrario, es la capacidad para establecer el desacuerdo sin tener repercusiones políticas, judiciales o estigmas sociales. El disenso es un espacio de disputa en el que las partes pueden confrontarse, contrariarse, opinar distinto. Si el margen de confrontación es amplio, permite la reflexión, la crítica, el establecimiento de opiniones divergentes, que fortalecen y airean el orden establecido. Las democracias deben garantizar el disenso. Voy más allá, en democracias debe haber un consenso que acepte la existencia del disenso como algo inherente a toda convivencia política. Entre más maduro, amplio y plural se encuentre el espacio para establecer el pensamiento divergente, los niveles de consenso sobre el régimen democrático serán más altos. Consenso de vivir en democracia, disenso para ejercer la democracia.
México atraviesa una crisis de gran envergadura. Coincido con Guillermo Hurtado que la principal característica de dicha crisis es la pérdida del sentido de existencia colectiva. Las razones para constituirnos como país, como mexicanos y mexicanas, nuestra fractura con el pasado (entender de dónde venimos) y con el presente (tener una brújula clara de lo qué queremos ser como país), no nos pronostican una visión de futuro en colectividad. La crisis no es de este sexenio, pero sí se está agravando con el transcurrir del mismo. Los altos índices de confrontación, polarización y revanchismo están mermando cada vez más el consenso de vivir en sociedad, en clave democrática. Si bien, los abusos y excesos acumulados son el combustible para dinamitar el viejo orden establecido, tampoco se está construyendo otro, no se fomenta el consenso en torno a la construcción de algo nuevo, sólo se confronta y destruye. En 2018 una gran mayoría votó un proyecto que pregonaba la regeneración nacional, hoy los depositarios de esa mayoría no ha sedimentando un acuerdo político que nos conduzca a alguna dirección tangible, por el contrario solo han fracturado aún más, el débil consenso que nos queda y poco a poco han diluido el espacio para el disenso.
Hoy México tiene un camino extraviado, hay una disputa por la nación de dos élites políticas, una que recién se está formando versus otra que se niega a perecer porque también representa intereses de grupo; ante dicha disputa la ciudadanía expectante no termina de asimilar la profundidad del problema, la conformación de los bandos y lo polarizante del ambiente. Mientras todo esto sucede, se siguen perdiendo espacios de deliberación, de pensamiento divergente. El resultante actual es una paulatina y constante pérdida del consenso sobre lo que queremos como país, lo que somos y hacia dónde queremos ir. Sin consenso sobre la construcción de un proyecto político que represente a los más, ni los espacios necesarios de disenso para complementar esta propuesta o nutrir una diferente, lo que se asoma es un escenario de acusaciones, de intrigas palaciegas, de desconocimiento del juego democrático, esto se convierte en un caldo de cultivo para la aparición de una narrativa que profundiza la confrontación, merma el tejido democrático y ensancha el desacuerdo nacional.
La salida ante este dilema pasa por reconstruir y fortalecer los liderazgos políticos del Estado, posibilitar el acuerdo en clave democrática, reconducir la indignación hacia la construcción de nuevos arreglos institucionales y no de imposiciones, prescindir de la anulación del otro, crecer la altura de miras, evitar la mezquindad política, fortalecer el aparato institucional no destruirlo. La jefatura del Estado es una posición clave que puede posibilitar el consenso en torno a un proyecto político, pero es más útil aún si buscara implantar un acuerdo nacional que reivindique la unidad del Estado y su poder cohesionador de los cuerpos sociales que lo integran.
El autor es doctor en ciencia política y profesor en el Centro de Estudios Políticos de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).