A propósito de un Estado diseminado

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Fernando Maura

En esta España en la que los debates resultan en ocasiones inauditos, porque los suponíamos superados por el proceso democrático emprendido por las fuerzas políticas emergentes del régimen anterior y por la oposición al mismo, vuelven a reclamar su plaza en la discusión pública. Los ejemplos abundan, por desgracia: la cultura del esfuerzo y la meritocracia contra el ejercicio de la vagancia o de la pereza militantes, la amnistía de la transición contra la persecución iracunda de los crímenes del franquismo y la desmemoria respecto de los asesinatos fratricidas de las turbas izquierdistas, o la República sólo para las izquierdas extremas y en contra de ésta la monarquía de y para todos los españoles… Por si fuera pequeño el elenco de cuestiones polémicas asoma una nueva controversia que, para variar, está, a juicio de quien firma este comentario, mal planteada: la de la centralización en Madrid o la dispersión a lo largo de la geografía española de los nuevos organismos públicos que se vayan creando.

Ya a principios del siglo XX, el recelo que mantenían algunos políticos respecto del desmedido peso que un Estado centralizado adjudicaba a su capital y a la Corte -no olvidemos que el Rey ostentaba la soberanía nacional junto con el parlamento- llevaría al gobernador civil de Barcelona, Angel Ossorio, a sugerir al Presidente del Consejo de Ministros, don Antonio Maura, una presencia itinerante de la Familia Real en Madrid, Barcelona y Sevilla, como medio práctico para desactivar al ejército de la servidumbre palatina, que constituía un verdadero elemento parasitario de las estructuras del sistema. Ya no contamos con una estructura centralizada -la nuestra es, seguramente, una de las organizaciones más descentralizadas del mundo-, ni el Rey cuenta con más poder que el moderador -se diría que, a veces, ni siquiera éste-, con lo que la alternativa diseminatoria de organismos públicos no parece precisamente urgente ni necesaria.

No será necesaria, tampoco urgente, pero es ésta una de las liebres de artificio que Pedro Sánchez pone a correr para que los incautos galgos que pueblan los campos de la España vaciada y las ciudades de la España superpoblada sigan al lepórido de mentirijillas. Y tan rápidamente se aprestan a la tarea (es una agresión contra Madrid, porque les molesta que en la capital gobiernen los contrarios, aseguran) que no han parado a discernir lo que de verdad esconde la propuesta.

“Los políticos -según el semanario británico The Economist- tienen sus propios incentivos para expandir el Estado. Por lo general, es más gratificante para un político introducir un nuevo programa que cerrar uno anterior; los costes se distribuyen entre todos los contribuyentes, mientras que los beneficios tienden a concentrarse, lo que genera el reconocimiento de los grupos de interés y, a veces, incluso de los votantes”. Esto es, dicho con expresión más local, “disparar con pólvora del rey”, que es más barato que hacerlo con la propia.

En lugar de eso más valdría inquirir acerca de dónde han quedado las propuestas de eliminar las duplicidades administrativas que la incorporación al nuevo sistema político español traía la Constitución de 1978, con la sum de las Comunidades Autónomas a la organización del Estado. Lo cierto es que la propuesta de eliminar las diputaciones no parece que ni siquiera la mantenga quien la sugirió en su día. ¿Qué camino ha seguido la iniciativa de concentrar los más de 8.000 ayuntamientos que hay en España para 47 millones de habitantes, frente a unas 4.500 mancomunidades municipales de Alemania con 83 millones? ¿Qué se ha hecho de la reducción de empresas públicas en nuestro país? ¿Qué del número de asesores políticos en las diferentes administraciones públicas, parlamentos y corporaciones locales?

Son preguntas que, está claro, no interesan en estos momentos de gasto público desbordado que se ha decidido para combatir la recesión económica provocada por la pandemia, pero resulta evidente que por la manga ancha del dispendio se están colando bastantes disfunciones y despilfarros -a sumar a los que ya existían- soportados todos, los unos y los otros, por una clase media cada vez más exhausta o -por vía de la deuda- por unas generaciones que vendrán a pagar los excesos de un banquete en el que ni siquiera han participado.

Según algunos estudios, hay en España unos 17.000 organismos públicos, lo que supone que existe uno por cada 2.800 habitantes. No sorprenderá seguramente al lector si le informo de que, en lo relativo a estas entidades con que cuentan las Comunidades Autónomas, Cataluña, la Andalucía del monocultivo socialista y el País Vasco se llevan la parte del león en cuanto al número y atribución de los recursos.

El debate no es, por consiguiente, si hay o no que diseminar los nuevos organismos públicos que se creen a lo largo de nuestra geografía, la cuestión es si lo que deberíamos más bien resolver es el tamaño más adecuado de nuestro sector público y el ordenado cierre de organismos, empresas y cargos que no estén debidamente justificados.

Exdiputado de Ciudadanos

Publicado originalmente en elimparcial.es