Como en todo país, los intelectuales mexicanos han sido clave para tejer discursos de legitimidad, cuando el gobierno tiene idea para qué sirven realmente. El régimen que surgió de la Revolución lo hizo tan bien, que Morena sigue gobernando a partir del relato que se tejió hacia los años cincuenta del siglo pasado.
Para dar un breve resumen, el régimen que resultó era estatista, corporativista y centralizado, donde el presidente tenía la capacidad para agrupar las lealtades al controlar el acceso a los cargos públicos. Las relaciones sociales se regían por este arreglo, pues la cercanía con el partido era indispensable para progresar. Sin embargo, este sistema requería para sobrevivir de la menor movilidad social posible: un cambio en las relaciones, la pluralidad o cultura podría llevar a su cuestionamiento.
Así, el sistema tenía su mito legitimador: el nacionalismo revolucionario. A grandes rasgos se le puede definir por cuatro grandes series de actitudes y postulados: 1) una desconfianza hacia las grandes potencias (especialmente Estados Unidos), acompañada de dosis variables de xenofobia y de antiimperialismo; 2) una afirmación de las nacionalizaciones como forma de limitación de la propiedad de la tierra, del control de los recursos naturales y de la concentración de capital; 3) un amplio Estado fuerte interventor, cuya fuerza excepcional es legitimada por su origen revolucionario; 4) una supervaloración de la identidad mexicana como fuente inagotable de energía política.
Los intelectuales fueron claves para apuntalar el discurso. Generaron una historiografía maniquea, donde no sólo el régimen era la continuación y culminación de cuanto había sucedido desde principios del siglo XIX, sino que también se presentaba al mexicano como eterna víctima de conspiraciones extranjeras. La ciencia política y el derecho se convirtieron en herramientas para justificar el sistema, donde la norma se convirtió en un programa a desarrollar en el futuro y la convención regía. Conforme el régimen entró en declive a partir de los años ochenta, se reforzó esa tendencia de tal forma que la Constitución se volvió en un texto aspiracional y confuso.
A lo anterior se agregó un discurso que, al describir lo que se conocería como la “esencia nacional”, justificaba cuanto le acontecía a la nación y así, al régimen: la mexicanidad. Aunque algunos trabajos se publicaron durante los años 30 como una reacción al nacionalismo revolucionario con El perfil del hombre y la cultura en México de Samuel Ramos (1938), el régimen absorbió para sí a esa corriente.
Bajo este argumento, no es casual que las obras más emblemáticas de este discurso se hayan publicado durante los años cincuenta, mientras se consolidaba el régimen revolucionario: El laberinto de la soledad de Octavio Paz, En torno a la filosofía mexicana de José Gaos, La filosofía como compromiso de Leopoldo Zea y Análisis del ser del mexicano de Emilio Uranga, por citar algunos.
El argumento central era fácil de entender y sonaba plausible: los mexicanos somos el producto de la violación de los españoles hacia los indígenas, y por ello sufrimos de una herida traumática. Lo anterior, decían, nos hace diferentes y ajenos al resto del mundo. Gracias a ello explicaban todas las conductas antisociales de la nación, desde la corrupción, pasando por el abismo entre las normas y las conductas hasta la personalidad ceremoniosa y el lenguaje rebuscado.
El discurso fue socializado a lo largo de décadas a través del sistema educativo. De esa forma régimen ganó legitimidad y se justificó a través de una reconfortante resignación por parte de la población. A final de cuentas, para muchos es más consolador pensar que fueron rebasados por circunstancias ajenas a su control que responsabilizarse de su destino. Como decía la sabiduría política de aquella época, “origen es destino”. O “cada país tiene el gobierno que se merece”.
De esa forma el sistema político, al oponerse a todo cambio que pudiera hacerlo peligrar, fomentó el inmovilismo para legitimarse. Su casta sacerdotal, los teóricos de la mexicanidad. Sus oráculos se pueden resumir en estas líneas: tras elogios más o menos abiertos al presidente en turno según el grado de independencia del poder que afirmaban tener, se elogiaban los avances de otros países gracias a las reformas que se debatían. Sin embargo, proseguían, las características especiales de nuestro país hacían inviable que se aplicaran; y sustentaban esta opinión con base en la historiografía oficial. Finalmente justificaban el estado actual argumentando que México debía encontrar su propio camino, en apego a su particular idiosincrasia. Es decir, se le daba un sustento pseudocientífico al ya proverbial “sí, pero no” del viejo régimen.
Como salida se ofrecían planteamientos vagos que buscaban mantener la pasividad. Por una parte, se esperaba que un cambio cultural transformaría eventualmente al mexicano y la imagen que tiene de sí. La otra salida era esperar a que un día se eligiera a una figura providencial que nos sacara del subdesarrollo por su férreo liderazgo y voluntad para hacer las cosas.
Sin embargo, el discurso de la mexicanidad tiene una falla de origen. En sus divagaciones metafísicas los teóricos de la idiosincrasia nacional se centraban en el drama del mestizaje en lugar de revisar las reformas que se instrumentaban para controlar a la sociedad. Para ellos, como sucede con un trauma, las conductas de la nación eran reflejo de los padecimientos sufridos durante la conquista, eximiendo de responsabilidad al régimen que servían de manera consciente o involuntaria.
Es difícil saber si el viejo régimen fue muy bueno al socializar sus valores o si tuvieron éxito porque contaron con décadas de adoctrinamiento. Lo cierto es que, en mayor o menor medida, rigen las percepciones de gran parte de la población. Lo triste es que ningún gobierno entre 1988 y 2018 se ocupó en tejer un nuevo discurso de legitimidad, o siquiera invertir un poco en una intelectualidad más joven y con nuevas ideas. Como resultado, Morena ganó por default en el imaginario colectivo.
@FernandoDworak
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