Había ocurrido la batalla de la Toma de Zacatecas, la lucha que definió el rumbo de la Revolución. Se habla de 22 mil federales que se habían instalado en nuestra bella ciudad y Villa movilizó por trenes a 18 mil guerreros de la División del Norte. La capital de nuestro estado permaneció ocupada por las fuerzas del tirano Huerta durante semanas: llegaron sacando a los ricos de sus casas y a los no tan ricos también. Terminaron con los pertrechos alimenticios, violaron a nuestras mujeres y se instalaron multiplicando la violencia y los abusos que ya eran costumbre, de por sí, en la guerra civil.
Los productores de las minas habían huido junto con los más riquillos, porque en Zacatecas existían fábricas de refrescos, de piloncillo, de azúcar, algunos bancos y todo lo que generó la riqueza minera durante más de 4 siglos. Muchos de los ciudadanos privilegiados se fueron a Monterrey y refundaron Torreón. Aguascalientes ya no era municipio de Zacatecas, y otros tantos partieron a la zona metropolitana del Distrito Federal: Atizapán, Naucalpan, los alrededores de la capital donde los terrenos eran baratos y se contrataba mano de obra calificada. Por eso fue por lo que, años después, en el Día del Zacatecano en Chapultepec, lográbamos reunir hasta 35 mil almas que presumían la orfandad de la patria chica. Los gobiernos del estado no intervenían: éramos grupos de “tusos” nostálgicos, como nos decían, por haber trabajado en los socavones de las minas.
Pocas horas antes de la batalla arribaron las tropas del norte al mando de Felipe Ángeles, un gran militar que había estudiado en las escuelas francesas de guerra. Revisaron la zona: la ciudad está rodeada de cerros como La Bufa o el Grillo y se encuentra en una cañada. La estrategia militar fue impecable. Se considera esta una de las batallas más rápidas de la humanidad. A las 12 del día, apenas 8 horas después del inicio, estaba definido el triunfo en favor de los revolucionarios. La contra esquina del teatro Calderón, un edificio llamado “de la Caja”, fue bombardeado según la inventiva popular. Se destruyó por completo: ahí estaban las reservas de armas de los federales. El resto del día los Villistas se dedicaron a perseguir a los Huertistas que fundamentalmente huyeron por la salida a Guadalupe. Las abuelas cuentan que corrían ríos de sangre y que había miles de cadáveres en la ciudad. En un par de días se inició la incineración de los cuerpos de los derrotados con petróleo y se hicieron grandes tumbas donde otros fueron sepultados.
Perdieron los federales de Victoriano Huerta, ganaron los Villistas y prácticamente la Revolución concluyó con este evento que dejó a Zacatecas devastada: los ricos se fueron, los pobres quedaron sin empleo. Tan sólo dos cuadras alrededor de la catedral el derrumbe de edificios era patente. No había producción. Nuestros abuelos trabajaban de zapateros remendones o vendían cocadas pues los negocios formales dejaron de existir.
Mi padre, don Juan Enríquez Ramírez, había nacido en 1916, hijo de una familia del municipio de Morelos. Sus padres, la primera generación de migrantes de la familia, se fueron a vivir a Chicago, a un lugar que nunca he encontrado en los mapas, llamado Valley Johnson. Tal vez no exista siquiera, pero era su recuerdo. Se llamó este “el año del hambre”, no se si el año 17 o el 18 del siglo XX. No había producción en el campo y la Revolución se había comido las vacas, los bueyes y los marranos y destruyó la producción agrícola y la incipiente producción industrial. Vivieron 5 años allá como migrantes. Mi abuelo como obrero. Cuando regresaron, mi padre se fue a trabajar con un tendero español por la avenida López Velarde, que no era entonces su nombre porque el bate no nacía en fama y fortuna. Con el tiempo instaló un pequeño comercio en la calle del Barrio Nuevo, hoy llamada avenida Morelos, que era la única salida al municipio de Fresnillo.
Vivimos con limitaciones, pero éramos una familia de nueve felices miembros. Todos colaborábamos con el negocio: yo compraba la verdura en los mercados, trasladaba maíz amarillo que venía de Estados Unidos y lo llevaba en costales de 100 kilos sobre una carretilla. Entonces no tenía más de diez años. Llegó el programa de braceros y mi padre aprovechó para vencer la pobreza, irse a California a un poblado cerca de Sacramento. Se iba 6 meses: nos contaba que eran tratados como animales al pasar la frontera, donde les daban baños contra garrapatas, les revisaban los dientes, los genitales. Decía mi padre que se comían un plátano para evitar que las caries fueran visibles. Los trasladaban a campos de concentración prácticamente, para piscar la naranja o la manzana. Dormían en corralones sin camas y con techos altos. Enviaba su dinero a través de giros telegráficos que mi madre cambiaba con banqueros de origen extranjero: tardaban más tiempo en entregarle el dinero, que los 6 meses que mi padre estaba fuera.
Nuestro pequeño comercio seguía trabajando con los siete hijos. Recibíamos cartas dolorosas con mi padre narrando sus condiciones de vida en algo que, más que estimularnos, nos llenaba de un inmenso dolor. Así vivimos casi 20 años, con un padre presente un semestre y ausente el siguiente. Mi madre, heroica, nos alimentaba, limpiaba la casa, atendía la tiendita y, por turnos operábamos como dependientes atrás del mostrador, sirviendo a la clientela. Muchos años vivimos así. Nos transformamos en una familia de niños invencibles, desde luego lastimados por la ausencia paterna y por la presión que vivía mi madre para mantenernos y educarnos. Desde los ocho años recuerdo así mi infancia.
Hoy me lastima más que nada, ver a los migrantes de Centroamérica y el Caribe, ser maltratados por un gobierno demagogo y mentiroso, que ofreció asilo a todos los que quisieran llegar a México para tener trabajo y una esperanza de vida: los golpean, hacen negocio con su tránsito en tráileres para trasladar marranos o vacas, se accidentan y Migración no hace nada. El responsable de esta política fue mi amigo. Manejamos el área de prensa de la campaña de Cuauhtémoc Cárdenas, pero hoy me apena siquiera recordar su nombre, porque es el ejemplo de la servidumbre servil y del maltrato a quienes menos tiene y que sólo aspiran a vivir un poco mejor. Francisco Garduño acuñó la frase “que hasta en el cielo se piden visas”.
Hoy somos un país que ha vivido de la migración. Zacatecas junto con Guanajuato y Michoacán, somo los principales expulsores de mano de obra a los Estados Unidos. Zacatecas tiene más pobladores allá que en la propia entidad. Parte del bienestar relativo en la entidad, tiene que ver con las divisas. ¿Cómo un país que fue expulsor de mano de obra, que ha creado fuentes de trabajo en la unión americana e incluso empresas, es ahora parte de un sistema que desprecia a los pobres de América, los roba y tolera su muerte? El gobierno mexicano debiera estar de luto perpetuo en tanto no sea capaz de sacar de las calles, de debajo de los puentes, a tantos hombres, mujeres y niños que viven como mendigos, expuestos a la trata de seres humanos que tienen a sus familias rotas y a sus sueños enlodados en el barro.