Una de las claves descubiertas por el historiador Daniel Cosío Villegas y formalizada por el jurista Jorge Carpizo MacGregor fue la configuración del sistema político mexicano con el presidente de la República como el sol y los partidos políticos como parte de los planetas girando a su derredor.
El PRI nació como Partido Nacional Revolucionario en 1929 desde las entrañas de la Presidencia de la República y a iniciativa del jefe del Ejecutivo federal. Desde entonces, el partido en el poder ha sido manejado por el presidente de la República, con la excepción de los dos sexenios panistas en los que el presidente no pudo imponer al candidato del partido.
En el modelo presidencialista, el presidente subordina a su partido, designa a candidatos, les proporciona recursos públicos, les organiza las elecciones y lo somete a la obediencia subordinada. El modelo parlamentario establece que el jefe del partido mayoritario se convierte en titular del Poder Ejecutivo.
El problema de la estructura presidencialista de poder se localiza en que la designación presidencial de candidatos a gobernadores, alcaldes, diputados locales, diputados federales y senadores en los hechos desaparece la división de poderes y convierte a los titulares de los cargos públicos en piezas controladas por los hilos presidenciales.
En este contexto, la reforma político-electoral ideal estaría en la eliminación del control presidencial sobre el partido o en la formalización de esa arquitectura política; en el primer caso implicaría la realización de elecciones primarias para cargos de senadores, gobernadores y presidentes, a fin de quitarle el poder de dominación del presidente de la República. Este esquema funciona en el sistema electoral estadounidense.
En el segundo caso se encontraría la instauración en México de un sistema parlamentario que se votarían a los diputados y el líder del partido mayoritario con cargo legislativo sería el titular del Poder Ejecutivo. El modelo parlamentario opera con eficacia en sistemas monárquicos como Inglaterra y España, pero ha dejado de ser funcional en republicas como Francia.
La dependencia de los candidatos respecto del poder presidencial que los impulsa obstaculiza el desarrollo democrático de los sistemas políticos y difumina la división de poderes como contrapesos de sí mismos. Todos los congresos mexicanos de 1917 a la fecha tienen a su partido mayoritario operado a trasmano por el presidente de la República en turno.
La propuesta del barón de Montesquieu de un equilibrio entre los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial se basaba en la vigilancia entre poderes: el Ejecutivo mandaba y gastaba, el legislativo aprobaba leyes y autorizaba presupuestos y el judicial reglamentada la legalidad democrática de las decisiones de los otros dos poderes.
A pesar de las reformas institucionales, el sistema presidencialista mexicano sigue siendo absolutista porque le otorga al titular del Ejecutivo la facultad de proponer a ministros de la corte y el presidente aprueba candidaturas a legisladores que se convierten en mecanismos antidemocráticos de subordinación de poderes.
En este sentido es que se necesita una reforma político-electoral que construya nuevas formas de funcionamiento de los partidos políticos, evitando interferencias del Ejecutivo federal sobre el partido mayoritario en turno. La fuerza presidencial se basa en la capacidad del presidente de la República para designar a los candidatos al poder legislativo y al Poder Judicial.
Mientras el presidente de la República tenga el control de su partido, el proceso de designación del candidato presidencial estará contaminado por la falta de libertad en la competencia por la candidatura. Las elecciones primarias le quitarían el presidente el poder absolutista de imponerle a su partido al candidato a la Jefatura del Poder Ejecutivo.
El régimen priísta todavía vigente fue construido sobre la base de un presidencialismo absolutista y centralizador.