Transición a la república

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Las iniciativas lopezobradoristas pudieran ser que no configuren un cambio de régimen, pero sí necesitan ser consolidadas como un ajuste al funcionamiento del sistema político nacional. El presidente de la República anunció ya una reforma político-electoral, pero la oposición se atrincheró en las negativa a modificar la estructura actual del régimen.

Para comodidad de todos, la alternancia partidista en 2000, 2012 y 2018 pareciera satisfacer las expectativas de las élites que solo están defendiendo posiciones de poder. En los hechos, las reformas procedimentales motivadas por el fraude electoral de 1988 abrieron la funcionalidad de los procesos electorales, pero no completaron los requerimientos para ser consideradas como pasos concretos a la transición a la democracia.

La estructura de las reformas 1990-2013 ya fue rebasada en tanto que no representaron una reorganización estructural del sistema/régimen/Estado, sino que fueron decisiones aisladas a circunstancias coyunturales. Por ejemplo, la Comisión Federal Electoral de Manuel Bartlett derivó en el IFE-INE, pero desvió sus posibilidades en la consolidación de una casta burocrática que se ha convertido en un embudo de la democracia y que tampoco ha podido desterrar los vicios de los fraudes electorales.

El desplome electoral del PRI en 1988 y las victorias electorales presidenciales menores a 53% de votos han hecho crujir las amarras de la nave sistémica que se fundó sobre la base de un poder unitario en la relación de dependencia simbiótica entre el presidente de la República y el PRI. Los gobiernos de alternancia no han podido hacer más funcional el sistema político basado en la figura geométrica del politólogo David Easton como una caja negra en cuyo seno la mano presidencial se ha encargado de distribuir valores y beneficios. En 1976, el ensayista marxista José Revueltas demostró que la estabilidad del régimen estuvo en el control total de la totalidad de relaciones sociales dentro del PRI; al perder la presidencia en el 2000, el PRI dejó de ser el instrumento de estabilización sistémica y el país entró en una rebatinga de poderes desarticulados.

Las reformas electorales que ampliaron las posibilidades de ejercicio de voto han chocado con la estructura sistémica priísta de toma de decisiones. La nueva composición plural del Congreso y las gubernaturas chocan contra el muro infranqueable del presidencialismo autoritario y unitario e impide el funcionamiento de la división de poderes como equilibrio democrático que influya en el funcionamiento de la modernización económica.

Más que una reforma electoral, el país está exigiendo una reforma del sistema presidencialista para reformular las funciones del titular del Ejecutivo y promover la independencia de los poderes legislativo y judicial, cuyos integrantes hoy en día siguen dependiendo de las designaciones a propuestas presidenciales. la relación simbiótica del presidente y su partido ha llegado, en la fase democrática, a situaciones a veces esperpénticas.

Mientras no se rompa la dependencia del partido en la presidencia del dominio del titular del Ejecutivo –un vicio fundado por el PRI y extendido a Morena–, la democracia mexicana se irá agotando solo en el espacio electoral, sin que pueda ampliarse a la libertad económica para reactivar la capacidad productiva. La fuerza presidencial sigue dominando a los factores de la producción, evitando que la lucha de clases en el sistema productivo sea el motor de la creación de la riqueza.

La elección presidencial de 2024 se presenta como una gran oportunidad para que las fuerzas político-partidistas tomen la iniciativa de transitar el país de una democracia trunca por el presidencialismo autoritario a un sistema republicano de equilibrio de poderes como base del dinamismo social.

En este sentido, la transición a la democracia debe pasar a una propuesta de transición a una República de leyes, contrapesos e instituciones.