Como muchos, veo con preocupación la forma que el gobierno centraliza atribuciones y desmantela instituciones: genera arbitrariedad y abre la puerta al autoritarismo. Sin embargo, considero que un fenómeno mucho más grave es ver cómo toda la discusión pública está girando en torno a una persona, sea para apoyarlo o denostarlo.
Mientras las instituciones se pueden reconstruir, la narrativa tiende a eternizarse, sobre todo si no es contrastada por una alternativa. Es imperdonable ver cómo la oposición solo reacciona ante tácticas de comunicación que podrían se calificadas hasta de manual. A continuación, algunos ejemplos para apoyar el argumento.
Muchos sistemas políticos caen por las fallas que no atienden y son aprovechadas por demagogos, quienes canalizan el descontento a través de una retórica popular. La historia está llena de ejemplos. Carl Schmitt tachaba a los parlamentos de “clase discutidora” fragmentada, ajena a los verdaderos intereses del pueblo e incapaz de adoptar las decisiones que requiere el interés público. Hitler se mofaba de una clase política anquilosada, acartonada y que sólo podía pronunciar lugares comunes en sus discursos. El periodista Mark Thompson señala que las élites políticas contemporáneas se encasillaron en un lenguaje técnico y se desvincularon tanto de los ciudadanos, que están sucumbiendo ante líderes que se presentan como “auténticos” ante sus públicos.
Como en muchos casos del pasado y contemporáneos, en México cayó una élite política que no supo entender las demandas ciudadanas en temas como corrupción, desigualdad e inseguridad, las cuales fueron tomadas por un líder que prometía soluciones fáciles para problemas complejos. No solo perdieron la capacidad de comunicar: creyeron que se podían arrastrar las fallas que habían dejado arrastrando, porque a final de cuentas les convenía. Otra discusión distinta es lo que está haciendo el gobierno con estos temas.
Ya en el poder, los regímenes autoritarios gobiernan a través de un discurso historicista, que subraya constantemente su trascendencia. Pocos recursos retóricos tienen tanto éxito como invocar la idea de un destino compartido para la masa, guiada por el líder; dándosele a cada acto, no importa cuán insignificante sea, una dimensión histórica. Gracias a esto, es posible justificar cualquier tipo de pifia bajo la premisa que se está escribiendo la historia.
Hitler dramatizaba la historia universal, donde los actores eran el pueblo germano y sus dirigentes unidos contra un enemigo común, y como fin cumplir la ley natural ineluctable de la preservación de la raza superior y la aniquilación de los inferiores. Para tal efecto: el Führer introduce en sus oyentes la ira, el temor y el rechazo mediante numerosas expresiones sobre la conspiración internacional y el enriquecimiento de los judíos.
Para resaltar la dimensión épica del líder, se implanta un discurso de eternidad, la cual atiende el pasado, pero en una manera autoreferenciada, sin conexión con los hechos. Busca añorar un pasado que nunca ocurrió en tiempos que, de hecho, eran desastrosos. En palabras del historiador Timothy Snyder, los políticos de eternidad presentan un pasado como un jardín brumoso lleno de monumentos ilegibles a la victimización nacional, todos igual de distantes al presente, pero a la vez accesibles para la manipulación. De esa forma, la seducción por un pasado mitificado nos impide pensar en futuros posibles.
En México, el presidente gobierna con los mismos recursos: cada acto, no importa cuán pequeño o absurdo, es trascendente porque forma parte de un cambio mayor en la historia: su cuarta transformación. Él representa la culminación de la independencia, la reforma y la revolución, gracias a lo cual se apropia creíblemente de los símbolos del pasado. Su estrategia polarizante se apoya en divisiones superadas en el siglo XIX, como liberales contra conservadores. Principalmente, su visión historiográfica no es más que la actualización del Nacionalismo Revolucionario, el cual no es más que un discurso de eternidad: los mexicanos somos distintos al resto del mundo, gracias a un trauma histórico.
Es tan fuerte el control emocional del presidente, que un discurso reactivo termina fortaleciéndolo: a final de cuentas, su retórica está diseñada para que sus seguidores no piensen en alternativas. Se podría superar esta etapa con diálogo y, sobre todo, abriendo horizontes y posibilidades distintas. Sin embargo, el discurso opositor está ensimismado con el presidente, en vez de representar algo en sí mismo.
Posiblemente sería un acto patriótico, bajo estas premisas, votar para que se terminen de ir los opositores a quienes se les acabó la imaginación, con la esperanza que en 2024 se abra paso para quienes sí sepan promover alternativas.
@FernandoDworak