Se tiene la idea que al individuo le interesa únicamente su bienestar, sin embargo, el resultado de lo que hace fomenta el bienestar de los demás, que en principio no le interesa. La emulación es una de las características del capitalismo.
A los hombres les interesa satisfacer sus deseos egoístas, pero también les interesa sobresalir por encima de sus vecinos y que se les reconozca esta excelencia. Hegel decía que la lucha por el reconocimiento es el motor de la historia humana.
Aunque el orgullo sea la más egoísta de las emociones, lleva a los hombres ser cada vez más dependientes de lo que aparentan ser a los ojos de los demás. De verdad, vivimos en el mundo de la apariencia, a nadie le gusta estar desnudo delante de los demás.
Por causa de la debilidad y por tanto, del vicio, del orgullo, son llevados los hombres a la práctica de la moralidad.
Los políticos expertos han logrado persuadir a aquellos sobre quienes desean gobernar, de que la más significativa de las medidas de superioridad de una persona es la amplitud con la que es capaz de dominar sus inclinaciones egoístas y de actuar pensando en los demás.
Los hombres actúan como requiere la moral no por amor del bienestar de los demás ni los de la sociedad a la que pertenecen, sino para mostrar su superioridad. Cuando actuamos moralmente, sabemos en nuestro interior, que no es el bien de los demás lo que buscamos, sino la convicción de nuestra propia superioridad.
Lo que la sociedad de mercado exige, son individuos capaces de cumplir con su deber porque ese es su deber, esto es, capaces de reconocer la propiedad de los demás y de establecer contratos con intención de cumplirlos.
Esos individuos han de ser libres de una total determinación debida al interés propio y, por lo mismo, han de ser libres para actuar tal como lo requiere la moral.
En la medida de que somos racionales, nos reconocemos a nosotros mismos como sometidos a principios que se aplican universalmente. Ser racional, en este sentido, es actuar según principios, llamados máximas, que se aplican a todos.
El principio más fundamental de la moralidad es: Obra de tal modo que la máxima de tu voluntad pueda valer siempre, a la vez, como principio de una legislación universal. Lo que se reivindica para sí mismo debe valer también para los demás. Esto se llama principio de consistencia.
Se reconoce a los individuos en función de su capacidad de placer y dolor, o como sujetos de derechos y deberes, no en función de cualidades particulares o relaciones particulares.