Carlos Díaz
En 1812, los franceses, metidos en dificultosas campañas militares en España y Rusia, comparaban a los barbares du nord (los rusos) con los barbares du sud (los españoles), las dos periferias orientales de Europa, y para la década de 1840 el paralelismo se había convertido en un lugar común, pues mientras tanto el crecimiento de las librerías en las ciudades de provincias francesas había despegado al compás de la expansión del ferrocarril. Entre 1850 y 1870, el número de librerías existentes en Francia se duplicó con creces, superando las cinco mil. Mediante el ferrocarril, los editores podían conectar directamente con sus clientes en provincias. Hasta allí enviaban comerciales con muestras de los libros para despertar el interés de los libreros. Los ferrocarriles alimentaron también el auge del consumo de libros baratos de ficción. Los pasajeros de los trenes constituían un mercado enorme, en particular para la literatura de entretenimiento. El viaje en tren resultaba menos accidentado que los trayectos en el coche tirado por caballos, que transitaba por carreteras llenas de baches, así que los pasajeros podían ir leyendo con más facilidad. Leer era tanto una buena manera de combatir el aburrimiento de un largo viaje como de evitar la vergüenza del contacto visual constante con la persona sentada enfrente.
A la vista de esto, ya tenemos la solución para que los españoles terminen de reconciliarse con el libro: que se pasen la vida montado en un vagón del ferrocarril, que no se apeen, y junto a eso, que les sea prohibido desde el principio hasta el final del trayecto tocar ningún aparato electrónico que no pudiera leerse. De este modo, al llegar a la estación de destino, tendríamos un viajero renovado, cultivado, y un poco menos hirsuto. Ni bisutería, ni hirsutería, sólo librería.
Viajar de este modo nos haría libres al cabo de treinta o cuarenta largos viajes, es decir, tras la lectura de veinte o treinta libros, como consecuencia de lo cual se acabaría la mentirótica o engañótica engañología de tantos y tantos gobiernos cuyos ministros y minustras no acreditaran haber leído y entendido al menos un libro favorable a la buena gestión gubernativa. Gracias, pues, a la lectura, y transcurrido algún tiempo, los lectores estaríamos en condiciones de boicotear a los malos gestores y gestoras de los dogmas políticos de la cosa pública, con sus burdas fakes news, su inveterada corrupción, sus cifras contables trucadas, y demás caballerías montadas.
La gente que no viaja es un peligro contra la cultura, recuérdese al presidente Bush Junior, aquel sujeto que nunca tuvo pasaporte antes de ser elevado a la categoría de presidente USA porque no había viajado ni una sola vez fuera de su país, total para qué. Lo cual no significa que los devoradores de kilómetros vuelvan siempre humanamente enriquecidos de sus viajes sino, por el contrario, más enquistados en sus prejuicios. Un vuelo con aterrizaje en las entrañas de la mierda no conlleva un incremento de sabiduría.
Y, junto al leer, el escribir. A mediados de 1840, Alexandre Dumas estaba escribiendo varias novelas a la vez para distintos periódicos. Nadie pudo averiguar cómo encontraba tiempo para producir tantos textos, que el caricaturista Émile Marcelin le dibujó sentado en una mesa con cuatro plumas entre los dedos mientras un camarero le daba de comer una sopa. El afamado escritor, capaz de funcionar con muy pocas horas de sueño, trabajaba desde la mañana hasta bien entrada la noche sin merma alguna de energía. Escribía extremadamente rápido, podía producir hasta veinte folios grandes al día, y sus secretarios añadían la puntuación a su prosa fluida, el más importante de ellos un joven aspirante a escritor, Auguste Macquet, lo ayudó con la redacción de sus principales novelas. Normalmente, se encargaba de redactar el primer borrador de una idea de Dumas, y a menudo también de añadir la documentación histórica. Después, Dumas lo reescribía todo, dándole la forma literaria acabada. Aunque Macquet estaba bien remunerado, su nombre no aparecía en la portada por insistencia de los editores, tan solo interesados en la marca Dumas. Pero cundieron los rumores, y pronto se volcaron sobre el escritor acusaciones de no escribir todo lo que aparecía firmado con su propio nombre. Hermoso mundo el que nos describe Orlando Figes, Los europeos: Tres vidas y el nacimiento de la cultura europea.
Aunque no lleguemos a la categoría de Alejandro Dumas, a los que somos animales del pasado ya sobrepasado nos encantaría hacer algún viaje con el belga Hércules Poirot en tren, o incluso en barco por el Nilo, admirar sus bigotitos de asta de toro, y tener con los viajeros aquellas sabrosas tertulias, aunque al final terminaran con algún crimen, e incluso aunque el criminado fuera yo mismo, de algo hay que morir. Pero, helas! en los trenes rápidos de nuestros días los conversatorios concluyen antes de llegar a su destino en la estación del AVE, y además resulta cosa difícil entre los alaridos de los adictos a la telefonía móvil. Quizá no haya mal que por bien no venga, así que a falta de contertulios me he ido convirtiendo en mi propio bitertulio y, así desdoblándome, acabo de escribir un trabajo para un amigo ciego opositor a profesor de bachillerato, gracias a lo cual ha podido cumplir con el currículo preceptivo. No son menos de veinte los que he escrito por este procedimiento con pseudónimo para otras personas, aunque sin incurrir en aquella contradicción de Pedro José Proudhon en su libro La propiedad es un robo, en cuya contraportada se leía: es propiedad del autor. Bueno, como anarquista podía robarse a sí mismo sin robar a nadie, un buen argumento dialéctico sobre el que no vendría mal una conversacioncita.
Filósofo español.
Publicado originalmente en elimparcial.es