El acto de nombrar no solo define a objetos, personas o grupos: también puede marcar el tipo de relaciones que establecerá lo nombrado con su comunidad. Especialmente si quien define los términos, sea de manera positiva o negativa, tiene legitimidad para nombrar. Lo anterior implica que el nombrar, o adoptar un nombre, puede ser un acto de resistencia o dominación política.
A lo largo de la historia, muchos grupos adoptaron nombres que otros les ponían despectivamente, como declaración de resistencia política. Tenemos dos ejemplos de siglos atrás, que sobreviven a nuestros días, como cristianos o protestantes: ambos designados por quienes gozaban en su momento de poder. Además de la religión, a ambos grupos los unía un ideario, junto con un estilo de vida y comunidad, los cuales les daban identidad y cohesión.
Un proceso similar es el vivido por los grupos que hoy apoyan al presidente, cuando eran oposición. El mejor ejemplo: la palabra “chairo” Aunque al parecer hay platillos en América del Sur con ese nombre, se ha usado aquí para discriminar, descalificar o relegar a los militantes o simpatizantes de las causas de izquierda. Sin embargo, tales personas sienten una identificación tan fuerte con un líder, López Obrador, que el insulto los cohesionó; como cuando el padre Alejandro Solalinde se autodefinió como “chairo”.
Otro ejemplo, el calificativo “compa”. Durante las movilizaciones a partir de la tragedia de Ayotzinapa, se dio a conocer que un reporte militar había identificado que las víctimas se usaban el término para identificarse, como si se tratase de una contraseña. De inmediato las redes sociales adoptaron la palabra para mostrar su simpatía o adhesión con la causa.
En contraste, vemos una dinámica muy distinta con los calificativos que usa el presidente para nombrar a simpatizantes u opositores. Vemos aquí a una persona que ha insertado sus palabras en nuestro léxico cotidiano, sea en sorna o apoyo, de tal forma que acabamos hablando como él. Tanto éxito ha tenido, que tanto simpatizantes como opositores lo han legitimado para definir nuestra habla.
¿Para el presidente sus seguidores son “solovinos” o animalitos que deben ser cuidados y alimentados? Tan fuerte es su aceptación, que se sentirán de hecho protegidos por el líder. Ah, pero no vaya a ser que un crítico del gobierno les diga animales, porque esos mismos individuos brincan y se ofenden. Este es un ejemplo de la fuerza de un discurso moral.
¿Qué sucede cuando el presidente nombra de manera peyorativa a sus opositores? Se vierten por días en las redes sociales, ya sea explicando lo inadecuados que son los calificativos que usa desde un punto de vista teórico, como “conservadores”, o adoptando para sí otros, como “aspiracionistas”. El éxito de López Obrador se hace evidente cuando ambos lados aceptan sus palabras para definirse, de tal forma que se abona a la segmentación y la polarización. Todavía peor: quienes adoptan los términos renuncian a definirse a sí mismos, y por ello a intentar tejer una narrativa propia, que aspire a contrastar el peso emotivo de las palabras del ejecutivo.
Como resultado del proceso arriba expuesto, todas las personas, estén a favor o en contra del ejecutivo, jugamos su juego, de acuerdo a sus premisas: el yugo que ejerce sobre la población es fundamentalmente lingüístico, siendo sus palabras herramientas de control eficaces.
Pero bueno: es difícil explicarles esto a personas que, al parecer, están más enamoradas de sus propios chistes y ocurrencias, cuales niños en su etapa anal, que de pensar cómo se nos está controlando y tejer un discurso alternativo. Si les dices algo, se vierten con calificativos como “tontos de solemnidad” o petulancias similares.
@FernandoDworak