Una recomendación literaria para millennials

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Dentro de unos años, cuando lo que estamos viviendo sea historia, se recordará que el inicio del declive del experimento democrático de 1977 a 2018 fue la reforma electoral de 2007. A partir de este punto el sistema de partidos se consolidó como una oligarquía cerrada y poco competitiva, cuyo principal incentivo es conservar prebendas, traducidas en financiamiento público y otras prerrogativas, en lugar de presentar alternativas creíbles al electorado. Gracias a esto, los institutos políticos cayeron en una zona de confort tal, que sucumbieron ante el político por el que hicieron esta reforma con tal de apaciguarlo: Andrés Manuel López Obrador.

Lamentablemente, sea porque siguen en esa zona de confort, o porque les interesa más conservar sus prebendas aunque pierdan votantes, los partidos de oposición siguen sin enviar señales de haber entendido lo que les pasó encima en 2018. Prefieren postular a los mismos de siempre, quienes nos pusieron en esta situación al no saber leer el descontento, que formar y foguear rostros nuevos. Sus estrategias de comunicación son las mismas, sin atisbo de autocrítica. Lo peor: su alternativa se reduce a apostar por hacer un “contrapeso” cuando no representan un proyecto ante la fuerza emocional del presidente.

Si la oposición se ha reducido a la banalidad y a medrar de los escándalos para atrincherarse ante sus bases, en mi opinión solo quedarían dos opciones para ver un cambio. La primera, como se ha planteado aquí, es que Morena lleve lo más rápido posible un proceso de institucionalización interno, que le de la mayor autonomía posible frente al caudillo. Deberán hacerlo tarde o temprano con, sin, o a pesar de López Obrador, y entre más pronto lo hagan, mejor para la estabilidad del país, si por algún acaso no llega a faltar el presidente. Sin embargo, reconozco que ese proceso puede llevar tiempo.

La segunda: que los millennials de cada partido se indignen por la forma que se están aprovechando de su trabajo, sin ver promoción alguna. Por ejemplo, quienes han hecho trabajo de base por años para una persona quien, llegado el momento de las definiciones, prefiere sacar de la manga la carrera política de su esposa o querida en vez de consolidar un equipo. O la militante comprometida y con trabajo sólido que ve cómo los espacios para dirigencias o candidaturas se asignan para los favoritos de alguien.

Los ejemplos anteriores son dos de muchos: me consta que el talento joven abunda en todos los partidos, y es desplazado por una élite más preocupada por conservar privilegios que por promover una alternativa. Si se indignan, se rebelan y, en caso extremo, salen de sus partidos, nuestra oposición podría dar señales de vida inteligente, en vez de nadar de muertito mientras conserven el 3% de votación necesario para mantener la beca.

Si me leen jóvenes ambiciosos, les recomiendo un libro que les puede ayudar a pensar en posibilidades: Elogio de la traición, escrito por Denis Jeambar e Yves Rocaute, y publicado por Gedisa en 1999. Se le puede conseguir con facilidad. Estoy seguro que, si lo leen y lo asimilan, podrán darle el empujón al país que tanto urge.

De acuerdo con los autores la traición, cuando no se vuelve cobardía, es la forma superior de la decisión política; toda vez que acelera la evolución social. Al generar una ruptura con el pasado, es la fuerza motriz de lo público y el medio para evitar las regresiones. Gracias a esto la política se desacraliza, se rompen los mitos anquilosados y se pueden volver a construir nuevas relaciones.

Para decirlo de otra forma la traición es la expresión superior del pragmatismo, alojándose en el centro mismo de nuestros modernos mecanismos republicanos: un acto de flexibilidad, de adaptabilidad y antidogmatismo. De esa forma la política debe hacer gala de gran elasticidad para conservar las relaciones necesarias entre los individuos y el cuerpo social; toda vez que la rigidez provoca grietas.

Los autores afirman que no traicionar es perecer, es desconocer el tiempo y las mutaciones de la historia. Sin embargo, las traiciones no tienen sentido si no arrastran a fuerzas representativas de un sector de la opinión pública. Un traidor es quien permite entrever que las creencias más difundidas carecen de fundamento natural, toda vez que no existe la legitimidad incuestionable. Frente la incertidumbre, se debe siempre improvisar, haciendo apuestas al futuro. Un político digno del acto de traición debe saber dominar las consecuencias graves e impredecibles de ese acto y nunca confesarlo públicamente, toda vez que los pueblos sólo reconocen con atraso a sus grandes hombres, prosiguen los autores.

Lo anterior fue un “abre boca”. Estoy seguro que, después de leerlo, se abrirán posibilidades. El país depende de su traición.

@FernandoDworak