Populismo: el espejo negro de la democracia

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Por más que pueda compartir el entusiasmo de muchos por el triunfo de Joe Biden en las elecciones de Estados Unidos, veo con reserva la afirmación de que esto significa el fin del populismo. Es más, creer eso es no haber aprendido la lección de por qué ganan políticos populistas – y eso puede hacer que regrese con mayor fuerza.

Lamentablemente, muchos siguen creyendo que el populismo se puede superar venciendo al líder populista, en lugar de atender las causas que llevaron a aquél a la victoria. Hablamos de un descontento que existe en todos los regímenes democráticos, y que ha llevado a menudo a su colapso al no atenderse o pretender ignorarlo. ¿A qué me refiero?

Como todo término político, hablar de “populismo” tiene distintas connotaciones según el lugar y el momento. Sin embargo, para efectos lo entenderemos como una estrategia política a través de la cual un líder personalista busca conquistar o ejerce el poder público basado sobre el apoyo directo y no distinguible de una gran cantidad de seguidores no organizados. Es decir, se cambia la atención de lo que se dice a lo que hace, independientemente de la ideología.

Bajo esta premisa, el pueblo es un agregado amplio y amorfo; correspondiéndole a un líder extraordinario el organizarlo y dirigirlo para cumplir las metas que aquel reconoce como “la voluntad popular”. Así, el líder teje un vínculo unificador con la masa y en una relación que se presenta como directa. La falta de organización del llamado “pueblo” se compensa por una comunicación y una movilización intensas y polarizante, cuyo objetivo es crear enemigos a quienes vencer a través de hitos “heroicos”. El objetivo: mantener una base de apoyo electoral, que le permita al régimen populista mantenerse en el poder.

Al usarse una definición de “pueblo” excluyente, quedan fuera lo que llaman, entre otros calificativos, las “élites”, los “intereses establecidos” y la “clase política”. Al reiterar el carácter igualitario que debería tener el “pueblo”, se critica el “privilegio” que gozan los contrarios. Por lo tanto, el discurso populista es eminentemente moralista: la nación es una y tiene un único y verdadero representante, debiendo ser excluido todo cuanto se le oponga.

Si existe una diferencia entre el “pueblo” y las “élites”, apelándose directamente al primero y su bondad, la democracia liberal, sus instituciones y contrapesos son un obstáculo a la voluntad transformadora del líder. Ahí inicia el desmantelamiento de las democracias: colonización de órganos de gobierno que puedan ser contrapeso, desaparición de prensa escrita y otras tácticas que se hacen a nombre del “pueblo”.

Es importante tener siempre presente que los regímenes populistas llegan al poder gracias a las propias deficiencias de las democracias, especialmente cuando entran en una fase de desgaste, o son incapaces de atender demandas y reclamos ciudadanos específicos. Por ejemplo, se torna fácil articular movimientos “anti élite” ante las fallas del sistema de partidos como la exclusión política, la cartelización organizacional, el bajo desempeño y la convergencia programática ante institutos “cacha votos”.

También hay autores que consideran al populismo como un síntoma de las deficiencias de las democracias liberales, e incluso un espejo de las mismas; abriendo un debate sobre si representa una amenaza o un correctivo. Algunos argumentan que, si bien el discurso populista es incompatible con el liberal-demócrata cuando llega al poder, desde la oposición puede enviar señales de que algo no funciona bien en el sistema representativo y, si la élite política puede detectarlas, sería un correctivo. Es decir, aunque el impulso populista existe en todos los países, algunos han tenido la capacidad para atender las demandas sin tener que sufrir gobiernos populistas.

Si nuestro país y Estados Unidos no cayeron en gobiernos populistas por casualidad, ¿qué hacer? Veremos eso en la siguiente entrega.

@FernandoDworak