Qué tiempos aquellos, don Porfirio; En recuerdo de Emilio Krieger Vázquez

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Caminábamos por Paseo de la Reforma cuando comenzaba la noche. Desde hacía rato Porfirio Muñoz Ledo soportaba una especie de tedio y cansancio. Había pasado horas en una famosa librería a donde fue a presentar un mamotreto del embajador Ricardo Valero. A cada minuto que pasaba, se veía que el tiempo se le hacía insoportable. En medio de nuestros pasos, a bote pronto Porfirio soltó.

–Oiga José, estaba pensando si no se le antojaría un qüisqui.

–Lo puedo acompañar, con gusto –le dije un poco convencido.

En algún momento pensé: va estar cabrón que Porfirio se conforme con paladear solo un buen trago. A la primera botella comprendí que esa reunión iba acabar en una borrachera. No me equivoqué.

Era el Día de las Madres, 10 de mayo de 1988, víspera de las elecciones presidenciales. Porfirio y Cuauhtémoc Cárdenas, como otros, habían roto con el PRI. Cruzamos la avenida para entrar a un modesto restaurante contiguo al viejo edificio del periódico Excélsior. Picamos algunos fiambres y bebimos hasta la madrugada cuando los empleados se apresuraban a recoger el servicio para cerrar el lugar. Recuerdo que acabamos muy divertidos y nos desternillábamos con algunas anécdotas políticas.

Después supe del tremendo malestar de su esposa Bertha Yañéz –la hermana del exvocero de Obrador, de la que finalmente se separó. Mi encuentro con Porfirio fue para charlar sobre el proceso electoral que se avecinaba. La entrevista la habíamos pactado en casa de don Emilio Krieger en Coyoacán.

Conocí a Krieger a finales de la pasada década de los setentas por sugerencia de Miguel Ángel Granados Chapa, quien me aseguraba que el prestigiado abogado sería una importante fuente de consulta para mi trabajo periodístico. En el diario que trabajábamos yo tenía a cargo la fuente de la llamada oposición, que incluía lo mismo a partidos de izquierda y derechas.

En septiembre de 1978 el presidente Portillo promulgó un decretó de ley de amnistía para liberar a los presos políticos de todo el país. Krieger, uno de los abogados del movimiento estudiantil del sesenta y ocho, me brindó su amistad, la misma que conservé hasta su muerte en septiembre de 1999. Con los años nuestra amistad se afianzó y Krieger redactó el acta constitutiva de una empresa que formé y en la cual, él fungió como comisario hasta el último día de su vida.

Durante los años de mi amistad con Krieger compartí a la mesa con una indeterminada lista de conspicuos personajes de la vida pública. Uno de ellos fue Muñoz Ledo a quien siempre confronté, yo en mi condición de periodista, sin llegar nunca a la imprudencia. Una y otra vez nuestras conversaciones giraban en torno el Estado de Derecho y los partidos en nuestro sistema político.

Dos años después del escabroso resultado de las elecciones de 1988 que derivaron en la caída del sistema y que impusieron a Carlos Salinas en el poder, Porfirio y yo coincidimos en casa de Krieger a principios de los noventas. Ahí aguardaban el ingeniero Heberto Castillo y el pintor José Chávez Morado, quien diseñó el mural de la Cámara de Diputados, al que tituló: “El pluralismo político”.

En mayo de 1987, Krieger fue designado magistrado del Tribunal de lo Contencioso Electoral. Fue el único jurista que impugnó el triunfo de Salinas, a quien calificó de impostor. Krieger terminó por renunciar a la magistratura. Un día antes de su renuncia Krieger me invitó a comer a la fonda del pato, en la calle de Dinamarca, en la zona rosa. Ahí me adelantó su decisión y yo le propuse publicar ese mismo día el texto de su renuncia en el periódico en el que trabajaba. El argumento de Krieger sobre la impugnación al triunfo de Salinas fue sobre los principios de “legalidad” y “legitimidad”. A partir de entonces mi amigo Krieger se convirtió en articulista. Jamás antes había publicado en ningún periódico.

Krieger compró la casa del astrónomo Guillermo Haro –quien fue esposo de Elena de Poniatowska– la propiedad ubicada en uno de los callejones estrechos de Coyoacán era asiduamente visitada por los más variados personajes de nuestra vida pública. Ahí el jurista recibía a sus amigos, lo mismo a Jesús Reyes Heroles que a Muñoz Ledo, que al pintor Vicente Rojo que al poeta Luis Cardoza y Aragón, que a los hermanos fotógrafos Manuel y Lola Álvarez Bravo, que a García Márquez y a Monsiváis.

A unos pasos de la casa de Krieger estaba la casona de Cardoza y Aragón en el Callejón de Las Flores que servía como sede a la Fundación Lya Kostakowsky, que después se convirtió en la fundación Lya y Luis Cardoza y Aragón.

La casa de Krieger fue el lugar donde el ingeniero Heberto Castillo se escondió durante un tiempo antes de su captura en 1969 y posterior encarcelamiento en Lecumberri hasta su salida en 1971 para constituir el Partido Mexicano de los Trabajadores.

En casa de Krieger, el general Lázaro Cárdenas visitó a Heberto Castillo –maestro de la UNAM y líder del movimiento estudiantil– para advertirle que el presidente Gustavo Díaz Ordaz había dado la orden de capturarlo vivo o muerto.

A finales de diciembre de 1997 Krieger me invitó a comer con el delegado de Coyoacán, Arnoldo Martínez Verdugo. Acudí con mucho gusto para saludar a Arnoldo quien a mediados de los setentas había sido mi vecino en Tlatelolco y un político a quien invariablemente entrevistaba en mis primeros años como reportero. En ese entonces yo vivía en el décimo piso de uno de los edificios de ese conjunto habitacional y Arnoldo en el octavo piso del mismo lugar en el que ambos residíamos. Ahí conocí a Eduardo Ibarra Aguirre, de las juventudes comunistas, quien andaba de novio con una de las hijas de Arnoldo.

Como periodista conocí y compartí con los principales líderes obreros y campesinos de la izquierda mexicana. Valentín Campa, Demetrio Vallejo, Ramón Danzós Palomino, José Dolores López, Gilberto Rincón Gallardo, pero jamás vi en algún momento a ninguno de los ahora líderes de Morena, ni a López Obrador ni muchos de cercanos como Marcelo Ebrard y Ricardo Monreal, al igual que muchos otros, todos ellos siempre militaron en el PRI, pero ahora se dicen ser de “izquierda”.

Reconozco que Porfirio Muñoz Ledo jamás se asumió como un hombre de izquierdas. Hablamos varias veces de su amigo Willy Brandt, el canciller de Alemania occidental de principios de la pasada década de los setentas.

Reconocido hasta por sus propios críticos como uno de los políticos más brillantes, Muñoz Ledo ahora es como un caballo viejo y cansado. Próximo a cumplir 88 años, Porfirio es uno de los políticos más longevos. Después de irrumpir en la política con la pasión de un toro bravo, con los años se fue volviendo taciturno. Pero en los últimos días rompió el silencio, luego de sufrir una embestida de parte de sus propios compañeros de Morena cuando contendió por la dirigencia del partido.

Morena –acusa el diputado Muñoz Ledo, quien fue excluido de la lista de los legisladores que se van a reelegir– es encabezado por unas lacras que asumen comportamientos de camarilla en una abierta y profunda traición a la “izquierda”. Esa camarilla, dice Porfirio, conduce a Morena a una ruina ideológica y programática.

Es lamentable y no por menos falso, que esa cosa llamada Morena sea considerada como un partido de izquierda.

Morena, es una mierda. Es la cañería de la política. Morena es la continuación del viejo PRI por otras vías.

¿Cuál izquierda Porfirio?

La izquierda son simples fantasmas.