Eduardo García enciende sus bengalas de socorro

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Diego Medrano

Eduardo García gasta melena de calvo, gafas de montura fina, camisas a cuadros perplejos y maneras ilustradas, ajenas al dicterio, la infamia o el común ajuste de cuentas, tan propio de los chulos de barra. Vive cómodamente de su consulta como psicólogo clínico, publica artículos en los diarios asturianos La Nueva España El Cuaderno Cultural. Su pasión por las mujeres sólo la supera la práctica del deporte y las cervezas frías con los amigos inteligentes. Salva vidas y, lo que ahora nos ocupa, acota un mundo mágico, donde la palabra impresa es el mayor motivo para la supervivencia, en título fresco e iluminador: El cazador de sombras. Entre Handke, Magris, Kafka y Escher.

Todo el texto es un motivo pleno para la felicidad bajo la tormenta actual (pandemia económica y sanitaria). Ingmar Bergman (Las fresas salvajes) es el primer peldaño para el arrobo: “Si tan maravillosa es la belleza, que así se transparenta en cada criatura porque la vida se manifiesta en ella, ¿cuán bello no ha de ser el eterno manantial de donde todo brota?”. Sí, el camino es fácil, en las actuales circunstancias sólo podemos salvarnos por medio del bien, la belleza y la verdad (haya salud o no tengamos un céntimo). El cazador de sombras es una puesta a punto imprescindible con la armonía, donde el organismo bien engrasado crece sin desgaste, tan dispuesto a la luz plena interior como al bien común.

Eduardo García es un humanista, y busca la paz de la página impresa, la belleza literaria, donde el pensamiento no es vano esteticismo, sino la mejor arma para no caer ni dejarse vencer. El cazador de sombras es un amuleto, un talismán, cuaderno de niebla, joyería de poca cosa, riqueza al paso, la primera parte aforismos o simples anotaciones, la segunda relatos cortos (“peque-relatos”, lujo en servilletas donde las sobras alimentan). Todo en Eduardo García nos separa de la locura capitalista para encontrar la paz eterna, el conocimiento auténtico, la muda permanente sin ogro negro alguno: “Valoraba mucho el silencio, así que por las noches se despertaba a escucharlo”, “El estatismo de las plantas es solo figurativo, si se aprende a observar se las ve en pleno movimiento”, “Los eclipses son la cópula de los astros”.

García fabrica atmósferas, crea un cielo, para ser feliz bajo su amparo sin hacer nada. Pocos escritores consiguen elevar al lector por encima de sus ganas. La hoguera luminosa no es otra que la apelación a la cultura libresca, a la literatura verdadera, a la palabra recental que nos parte en dos y envenena: “Claudio Magris desciende por el Danubio y se cruza con Kafka, se reconocen de anteriores vidas pero, ambos disimulan”, “En los paseos detengo la mirada en una buhardilla donde imagino que se está escribiendo la mejor novela”, “Cuando los libros reposan durante mucho tiempo en la misma posición nace entre ellos cierta complicidad; uno puede estar leyendo una novela y colarse parte de un ensayo de filosofía así sin más, sin avisar”. Eduardo García trabaja a diario para el humor y para ver la realidad con ojos de niño, muy lavados por lecturas: “Los sonidos de los goteos de todos los grifos forman una sintonía acuática, Händel jamás lo hubiera imaginado”.

El asombro, un mundo cotidiano insólito, el arañazo lírico, el apunte cultural mínimo, teje una belleza donde la mente no roe con sus aspiraciones inmediatas y la paz destensa este presente infernal: “El violín de Einstein siempre esperaba los estados de fuga del maestro”, “Los distintos muelles en espiral de los cuadernos forman cordones umbilicales entre lo fijado en el papel y lo que aún está por venir”, “El tic-tac de la habitación se acelera cada vez que llegan los amantes”. Tiene dentro, y para siempre, ese olor a lápiz y goma de borrar, sí, con el que Eduardo García construye un mundo, una belleza, donde invita a pasar al lector, mientras las gotas de rocío arden sobre las mejores hojas de la mañana, en una ciudad donde los poetas piden a otros que acaricien su angustia, junto a un sinfín de ascensores asesinos para todos.

El cazador de sombras se torna el mejor sanatorio para espíritus rotos, mundos cóncavos y conversos de Escher, dormideros felices de acogida para los mejores vagabundos de la palabra, otro silencio culto donde la vida no aprieta: “Los antiguos constructores de instrumentos (Luthiers) enmudecían desde que comenzaban su obra hasta que la concluían”, “”El rostro de las lechuzas contiene una parte del mundo de los sueños”, “En la biblioteca, los personajes de los distintos libros se entremezclan formando un solo libro que palpita de vida, y si acercas el oído a sus lomos, oirás el resuello de su respiración”, “Dentro del mar de ruido que es la ciudad, los cementerios son islas de silencio”. Eduardo García convoca a la belleza desde la memoria y los sentidos vigilantes. Todo ello provoca una conciencia, otro batir de alas, donde la única urgencia es ser o no ciudadano ejemplar, siempre divertido: “Las grúas de los puertos son grandes codos cansados”; “Los distintos oasis de los desiertos están comunicados entre sí por medio de silencios”. Grande, muy grande Eduardo García, en este libro de hierba, sol y buenos momentos.