CONACYT

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Había logrado terminar la carrera de ingeniero Mecánico Electricista en la Universidad Autónoma de Zacatecas. Mis maestros no eran ni mecánicos ni electricistas: eran topógrafos, civiles, filósofos… La recién creada carrera de Contabilidad tenía a un abogado como director.  Así era la provincia. Terminé mi licenciatura a los 20 años porque no había educación preescolar en el estado: te ahorrabas 3 años, y las madres no te querían en la casa.

Fui electo candidato a presidente de la federación de estudiantes de Zacatecas. Aún no entiendo por qué.  El contrincante era el hijo del gobernador saliente, hecho que coincidía con el cambio de presidente de la República.  Pero los universitarios no querían injerencia ni de unos ni de otros en su universidad autónoma.    Me negué a ser candidato, pero había consensos de que yo fuera el sparring para el aspirante oficial.  Lo derroté 80 a 20, con gran entusiasmo de los jóvenes zacatecanos.  El gobierno y el rector no estaban contentos con el resultado: hubo convulsiones y el rector me invitó a que dejara la entidad, porque quedarme implicaría un riesgo para mi seguridad personal y la de mi familia.  Así estaban las cosas.  Me ofreció 2 mil pesos mensuales de beca para ir a estudiar a la UNAM. Era mi objetivo y me pareció una oferta generosa, que me serviría en tanto conseguía empleo en México.

Encontré una casa de huéspedes en la colonia Roma. Tenía dinero para sobrevivir tres meses con mis ahorros como dibujante durante el tiempo en que trabajé para el gobierno del estado. Como no era ingeniero ni mecánico ni electricista, no encontraba empleo.  Logré ser aceptado como estudiante de la maestría de Negocios en la facultad de Contaduría y Administración.  Era una escuela muy prestigiada.

A los dos meses regresé a Zacatecas a cobrar la beca prometida: el rector me señaló que las convulsiones seguían y que yo debía ayudarle a pararlas. Le señalé que no eran provocadas por mí y que nada podía hacer con esos movimientos que allá se estaban generando: yo estaba estudiando, además, en la UNAM y no podía volver a Zacatecas entonces.  La beca me fue negada.

Regresé a México y seguí buscando trabajo de lo que fuera.  Afortunadamente un maestro me dijo que se requerían profesores de Matemáticas en el ITAM. Toqué la puerta y me abrieron. En la entrevista me preguntaron si era yo universitario o politécnico. Les dije que universitario.  Me citaron al siguiente lunes para una clase de prueba, de la que salí bien librado: en dos semanas, ya integrado como maestro en alguna cátedra, me pidieron cumplimentar los documentos para mi expediente.  Llevaba mi título impreso en cuero, como era la tradición en Zacatecas.  Lo presenté y me reclamaron “¿No que eras universitario y no politécnico? Les dije “¡Claro que soy universitario! ¡Estudié en la Universidad Autónoma de Zacatecas!”  Me interrogaron sobre si en la entidad había siquiera universidad.  Así pude ser profesor algunos años.

La UNAM me dio una beca modesta. Pude terminar mi maestría con excelentes resultados. Era el más joven del grupo, el más inocente, el más inexperto. Todos fueron siempre fueron muy generosos conmigo. Fui presidente de la primera generación de Maestros en Administración de la UNAM, con puros ejecutivos de alto nivel.  Así abrí mi camino en la ciudad de México.  De no haber sido por la pequeña beca de la UNAM, aún seguiría siendo ingeniero.

Más tarde me postulé para asistir a las Grandes Escuelas de Negocios en Francia. Después de un proceso largo, del aprendizaje del idioma en el liceo francés de Polanco y de exámenes severos, logré ser aceptado en HEC -que era la mejor escuela de negocios de Europa- gracias a una beca de CONACYT.  París siempre fue mi sueño, como lo fue también el obtener un posgrado internacional.

Tuve luego la oportunidad de ser contratado por el Centro de Formación de Ejecutivos Thomas Watson de la IBM en Nueva York.  También estuve casi un año en el Economics Institute de la Universidad de Colorado, diseñando un programa para los estudiantes latinoamericanos que ingresaban a las universidades de los Estados Unidos.

A mi regreso, fui invitado por CONACYT para seleccionar a estudiantes que irían a hacer posgrados en el mundo: el asunto era revisar perfiles de los alumnos aspirantes a becarios y planes de estudio de las universidades mundiales, a fin de hacer las recomendaciones adecuadas, de modo que la aspiración del alumno correspondiera a las expectativas y programas de las instituciones de Estados Unidos y Europa principalmente.  En ese grupo de analistas de becarios, coincidí con los grandes educadores de México.  No supe por qué había sido seleccionado.  Era un joven treintañero.  Estuve allí cerca de diez años.  Estaban Manuel Pérez Rocha, Jean Pierre Vielle del ITAM, Iván Espinosa Días Barreiro, rector de la universidad regiomontana, un jesuita rector de la Ibero, entre otros.  El trabajo era arduo. Se realizaban reuniones de 5 a 7 horas a partir de las 4 de la tarde. Terminaban a veces bien entrada la noche.  En esas jornadas nos daban café y galletas solamente.  Desde luego, no había honorarios.  Eran debates académicos largos, buscando que los estudiantes encontraran un nicho escolar correspondiente a su capacidad. No había comidas, ni fiestas, ni evento remunerativo alguno. Pero para mi fue un honor convivir con señorones y debatir sobre la situación de México en materia educativa.  Combinaba esto con mi trabajo como director general de la Universidad Tecnológica de México.

Las tareas del Comité de Becarios de CONACYT nos ocupaban alrededor de 90 días al año.  Las becas que se otorgaban eran modestas, de alrededor de mil dólares por estudiante como tope, en tanto que las colegiaturas eran acuerdos entre países.  Al regresar, los estudiantes tenían la obligación de ser profesores durante cinco años en alguna institución pública.

Me parece que CONACYT fue un gran acierto del gobierno mexicano para formar un recurso humano con poca inversión y mucho rendimiento para incrementar los niveles tecnológicos y científicos en nuestro país. Los resultados están a la vista.

Por eso es que hoy me duelen las agresiones hacia los científicos mexicanos, la mayoría formados en el extranjero, pero que regresaron a México a dedicar su vida para formar jóvenes que sirvieran a la patria.

Ese fue mi destino y hoy lo sigue siendo. Desde los veinte años, nunca he dejado de ser profesor de licenciatura, maestría o doctorado. Por ello, me parece injusto que se agreda a un grupo al que me siento orgulloso de pertenecer y estoy seguro de que mis últimos esfuerzos de vida estarán siempre transformando a los jóvenes para servir mejor a su pueblo.

Desde luego que es una calumnia la acusación que se hace contra este grupo de expertos que sirven al CONACYT, que tiene muchos empleados, pero los investigadores son fundamentalmente honorarios en su actividad. No se puede despreciar a la inteligencia mexicana con grillas baratas de quienes no entienden la satisfacción de educar y transformar a un ser humano en su proyecto de vida.

Defenderemos a la inteligencia mexicana contra un gobierno que los agrede injustamente y que ha decidido meter a todos los que se atrevan a disentir, en el mismo costal de Almoloya de Juárez sin el más mínimo prurito ni contención más elemental, y sin considerar que más allá de los pocos años de poder efímero, están el gran proyecto de México como destino y el futuro de las nuevas generaciones que tienen derecho a insertarse con vigor y con recursos intelectuales, en el mundo global que les ha tocado vivir.