Muerte y política

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Más allá de nuestra costumbre por caricaturizar a gobernantes y celebridades como esqueletos y dedicarles “calaveritas” durante las celebraciones de Día de Muertos, quizás haya tan pocas actividades humanas donde la noción de la mortalidad está presente, o debería estarlo, como en la vida pública. Bajo ese entendido, se pueden entender discursos de poder y tácticas de gobierno.

Desde la épica de Gilgamesh, rey de Uruk, la idea de la muerte genera angustia, la búsqueda infructuosa por alcanzar la mortalidad y el deseo por dejar un legado por el cual el gobernante será recordado por la posteridad. Otros monarcas, como los faraones egipcios, se asumían como encarnaciones de divinidades, y como tal pasaban a la historia: su legado, otra vez, serían construcciones monumentales.

La muerte también está presente en los momentos de apoteosis de reyes y emperadores, para evitar que se ensoberbecieran. Cuando un general desfilaba victorioso por las calles de la antigua Roma, tenía tras él a un siervo encargado de recordarle las limitaciones de la naturaleza humana, ayudando a que evite usar su poder ignorando las limitaciones impuestas por la ley y la costumbre: memento mori.

Más adelante, la iconografía medieval diseñaría una imagen para representar la futilidad de las victorias humanas ante la muerte y el destino: la rueda de la fortuna, donde en un momento se está en la cima para eventualmente caer estrepitosamente. Tal alegoría aparece en las narraciones sobre el Rey Arturo, especialmente antes de su última batalla, cuando en sueños se le revelaba la suerte de Alejandro Magno, Julio César o Carlomagno.

Si el destino de toda persona es morir, entonces los esfuerzos individuales son banales, como pintó El Bosco en su cuadro Haywain, o el Carro de Heno, donde monarcas, guerreros y clérigos se pelean a muerte por un puñado de paja. En estos contextos, había una idea de orden preestablecido y fatalidad, donde toda acción tendría un premio o castigo al final de los tiempos.

El cambio de discursos de legitimidad, de la divinidad al pueblo, no ha hecho que se pierda de vista la mortalidad como limitante para las acciones de quienes gobiernan. Cierto, hay personas que pierden sentido de la mesura y buscan eternizarse en el poder, o implantar el culto a su persona, pero tarde o temprano la naturaleza se impone.

También la apelación a la eternidad o la posteridad sirve para movilizar a las masas, desde los mitos nacionalistas hasta proyectar a una raza como superior o planes milenarios. De hecho, la muerte y la ruina puede llegar a convertirse en un legado, como cuando Hitler dijo a Alfred Speer, su arquitecto, que imaginaba cómo las obras monumentales de su régimen serían ruinas imponentes en algún momento del futuro.

En ocasiones, la idea de la muerte hace que se tenga una perspectiva más humilde sobre los alcances personales. En sus Cartas a Olga, Václav Havel hablaba de lo que llamaba el “horizonte de responsabilidad”: asumir la propia finitud sabiendo que se es parte de un proceso más largo, asumiendo de esa manera la obligación por dejar un mundo mejor del que se recibió.

Finalmente, la idea de términos finitos para el inicio y final de un gobierno hace que quienes gobiernan piensen en ganar el poder, concretar un plan de gobierno y, de ser posible, dejar un legado. Esa idea está detrás de la elección por dos periodos de presidente en los Estados Unidos, por ejemplo. 

Quien guste de la literatura, puede apreciar ese ciclo en la trilogía del Michael Dobbs: House of Cards, To Play the King y The Final Cut, donde se narra el ascenso, apogeo y caída de Francis Urquhart. Es una lástima que se haya perdido esa noción de ciclo y orden en la adaptación estadounidense. 

En todo caso, sea por autolimitación o golpes de la realidad, la muerte se presenta en la actividad pública.

@FernandoDworak

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