Aunque pareciera un lugar común, es cierto que el camino al infierno está pavimentado por buenas intenciones – especialmente aquellas que prometen soluciones definitivas o estados finales de la evolución social en un ámbito donde la única constante es el cambio en sí mismo.
Por lo anterior, quizás el mejor antídoto para dejar de entusiasmarnos con los cantos de sirena de las diversas utopías en turno, es leer cómo hasta los más nobles ideales se pervierten a través de sus correlatos: las distopías. A través de éstas, nos damos cuenta cómo la propia naturaleza humana se cuela a través de las grietas de los sueños más nobles, convirtiéndolos en pesadillas.
Ayuda mucho para este efecto, complementar esa historia de fracaso con una perspectiva satírica, descontextualizando las ideas y desdoblando personajes para que, a través de esa distorsión adquirir otra perspectiva sobre una situación, encontrando nuevas posibilidades para enfrentarla. Tan solo un ejemplo de ello es Rebelión en la granja, de George Orwell, donde se habla de la revolución rusa a partir de animales.
Un gran creador de distopías que merece mayor reconocimiento del que hoy cuenta fue el escritor checo Karel Čapek (1890-1938). Él y Jaroslav Hašek comparten el crédito de insertar a la literatura de su país en el mapa mundial, pasando de relatos costumbristas a narrativas universales. Del primero, es conocida la Guerra de las salamandras, donde habla sobre el desequilibrio ecológico y cómo éste puede acabar con la humanidad, al permitir la proliferación de creaturas al principio simpáticas. Otra obra en esta vena es la amenaza destructiva de una fuerza que desintegra la materia, liberando el alma de un objeto para extraer energía: La Krakatita. También acuñó la palabra “robot” en una obra teatral donde habla sobre los riesgos de la automatización: R.U.R. Hace dos años la editorial española Pálido Fuego publicó la que fue su última obra: La peste blanca, que casualmente se convierte en una advertencia sobre los riesgos que escale un conflicto bélico, como el de Ucrania.
La trama: una extraña enfermedad adquiere niveles de pandemia, la cual solo afecta a personas mayores de 45 años. En su primera etapa, aparece como una mancha blanca en el cuerpo, haciendo que esa zona pierda toda sensibilidad. Ya en su etapa terminal, se convierte en peste, haciendo que la persona muera.
Por más que los médicos se esfuerzan por controlarla sin éxito, se presenta a una clínica un doctor de pobres, quien dice tener la cura para la enfermedad. El Director de la institución, asombrado y dudoso, le da permiso al médico para experimentar con pacientes pobres y, ante el éxito obtenido, pretende adjudicarse el éxito. Sin embargo, el médico se rehúsa a tratar gente rica y poderosa si no se pacta la paz mundial.
Como sucedería en estos momentos, hablar de paz mundial implicaría acabar con el negocio armamentista, intereses nacionalistas e impulsos bélicos de líderes. Sin embargo, como la élite gobernante es mayor de 45 años, todos niegan la posibilidad de parar una guerra que está iniciándose, hasta que les toca la enfermedad y deciden ceder a la petición del médico.
Lamentablemente, una vez echada a andar la guerra, ésta es apoyada por quienes tendrían más que perder en un enfrentamiento: las personas menores de 40 años. La razón: ven que la peste es su oportunidad para conquistar los espacios que los mayores no les permiten alcanzar. En un evento fortuito, toda esperanza de cura y paz se pierde.
Nunca menospreciemos la estupidez humana. Menos en momentos donde hay mucho en juego.
@FernandoDworak