El problema principal de la democracia mexicana se debe localizar en la inexistencia de partidos políticos activos; en los hechos, los partidos políticos existentes en México cumplen con lo que se considera como la maldición de Robert Mitchell: la configuración de liderazgos como oligarquías y no como representantes de clases, corriente o ciudadanos.
La política en México, por lo tanto, ha sido expresión de los grupos dominantes como oligarquías: el PRI nació como partido del Gobierno y al perder las elecciones presidenciales entró en una zona oscura de dimensión desconocida; el PAN tiene reglas muy formales de funcionamiento interno, pero en los últimos años ha ido modificando su estructura para hacerse más parecida al PRI; y el PRD nació muerto como un partido de caudillos que luego emigraron fuera de la organización y dejar un la estructura en manos de tribus políticas.
El funcionamiento de Morena y ahora de la alianza opositora como la suma irreconciliable de tres formas diferentes de hacer política hace necesaria la urgencia de debatir no tanto el sistema de partidos, sino de analizar el funcionamiento interno de los partidos como organizaciones oligárquicas. Lo que define el funcionamiento actual de los partidos es la conquista de la dirigencia para de ahí repartir posiciones de poder a incondicionales.
Los partidos, cuando menos en la teoría política, son estructuras de organización de la sociedad para participar en la conquista de posiciones públicas que definen enfoques de desarrollo. Pero en México, los partidos son agencias de colocaciones para beneficio del grupo dirigente en turno. El PRI se salvó durante mucho tiempo de los vicios de los partidos como oligarquías porque su funcionamiento no dependía de la dirigencia formal, sino que el verdadero centro de toma de decisiones está en el presidente de la República y ahí sí hubo durante mucho tiempo la sensibilidad política para usar el partido como una manera de dinamizar la vida social de la República.
Todas las reformas políticas han mantenido esta estructura enferma de los partidos y no ha habido iniciativas para construir reglas del juego interno que permitan que los partidos representen a la sociedad. Ello ha llevado en el seno de los partidos a una severa crisis de representatividad y de intermediación y los partidos han perdido su capacidad de influir en una nueva forma del sistema de toma de decisión.
Los partidos como estructuras ajenas a las necesidades sociales han permitido la configuración de sistemas de Gobierno que respondan a las necesidades de grupos determinados y no a las demandas de la sociedad. La gran reforma política debería remodelar el funcionamiento interno de los partidos para obligarlos atender a sus militantes, y uno de los caminos más sencillos y funcionales es quitarles a los liderazgos partidistas la facultad autoritaria para designar candidatos en función de lealtades un grupo de dirigentes y no por la representación social. El día que se cree el modelo de elecciones primarias, las candidaturas responderán a los intereses de la sociedad que vota por una persona que llegue a ser candidato por mandato social y no por complicidades de grupos de poder.
La crisis de los partidos refleja la falta de representatividad social. El PRI llegó a tener 20 millones de militantes por la vía de la organización corporativa y hoy carece de fuerza por la ineficacia de sus estructuras de clase obrera campesina y popular. Y morena que acreditó 30 millones de votos en las presidenciales de 2018, apenas tiene registrado en el INE una lista de militantes no mayor a 450,000.
El día en que la sociedad se acerque a los partidos por su utilidad, las posibilidades de una verdadera democracia estarán cercanas; pero hasta ahora, ningún liderazgo social va a proponer partidos que respondan a la sociedad y no a los intereses de sus dirigentes coyunturales.
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