De manera formal, el partido Morena arrancó su proceso de nominación de candidato de manera abierta en un evento realizado en el Estado de México el domingo 12 de junio y ahí presentó a sus tres candidatos formales: la regenta Claudia Sheinbaum Pardo, el canciller Marcelo Ebrard Casaubón y el secretario de Gobernación Adán Augusto López Hernández.
El dato más revelador del mecanismo utilizado para la nominación del candidato oficial –es decir, del partido en el gobierno– no marcó ninguna diferencia de las formas del viejo PRI para designar al seleccionado: la voluntad del presidente en turno de la República, en un principio en una competencia cerrada y después con registro de precandidatos, pero siempre con la decisión final en manos –más bien en el dedo— del presidente en turno.
El dato más importante del proceso iniciado en Morena se localizó en la decisión presidencial de excluir de la lista de competidores al jefe del Senado, Ricardo Monreal Avila, quien no estuvo presente en el desayuno mexiquense, aunque sí fue convocado para colocarlo en la zona de invitados. El escenario político fue para los tres aspirantes de la lista oficial.
La reunión mexiquense no hizo más que formalizar lo que ya estaba en el juego político presidencial en Palacio Nacional: Morena no permitiría una competencia abierta que le pudiera quitar al presidente López Obrador la decisión de designar a su sucesor bajo las tres condiciones tradicionales que vienen desde los tiempos del viejo PRI: continuidad personal, de proyecto y de grupo.
El modelo escogido por Morena tuvo en tiempos del PRI problemas de entendimiento y estabilidad. Hasta 1969, el proceso fue cerrado y el presidente de la República convocaba al alto mando priísta para darle a conocer el nombre del feliz agraciado; en 1975, el presidente Echeverría abrió una lista de seis aspirantes reconocidos y los expuso a la opinión pública, pero sin crearles escenarios específicos para una competencia. Una vez que se decidió por José López Portillo, Echeverría reacomodo sus piezas y quiso crear un bloque de poder con los precandidatos perdedores: Porfirio Muñoz Ledo fue enviado al PRI, Augusto Gómez Villanueva se quedó con la secretaría general del partido y Hugo Cervantes del Río pasó el PRI capitalino y a una senaduría.
López Portillo no le entró al juego de las sillas y llegó a la sucesión en 1981 con tres precandidatos: Miguel de la Madrid como secretario de Programación y Presupuesto, Javier García Paniagua como secretario del Trabajo y Jorge Díaz Serrano como director de Pemex. La decisión fue por De la Madrid como el continuador del proyecto económico y liquidó a la vieja clase política en la figura de García Paniagua.
El presidente de la Madrid regresó a la lista abierta, delineó a seis precandidatos y los puso a presentar sus ideas ante la cúpula priísta, como si en verdad la élite del partido tuviera capacidad para seleccionar el candidato. Aunque fueron seis los convocados, en realidad la competencia estaba entre la opción tecnocrática de Carlos Salinas de Gortari como secretario de Programación y Presupuesto y la política de Manuel Bartlett Díaz como secretario de Gobernación, aunque la solución de continuidad siempre estuvo en Salinas.
Como presidente, Salinas también hizo su pequeña lista de seis aspirantes y los placeó sin formalizar ninguna competencia entre ellos; de los seis, solo tres estaban en el primer círculo del poder: Luis Donaldo Colosio como ex presidente del PRI y secretario de Desarrollo Social, Manuel Camacho Solís como jefe del departamento del Distrito Federal y Ernesto Zedillo Ponce de León como secretario de Programación, aunque en aquel entonces se tenía claro que Zedillo más bien estaba siendo preparado para la sucesión del 2000 y no para la de 1994; y de los dos que le quedaban, en realidad el seleccionado siempre se perfiló a Colosio, aunque con la oportunidad de darle a Camacho un nivel de figura importante como precandidato. El asesinato de Colosio adelantó los tiempos de Zedillo.
Sin experiencia política y con un desdén explicitó hacia el PRI –marcó, en sus palabras, una sana distancia entre la presidencia y el partido–, Zedillo no supo operar su sucesión y perdió el control del PRI en la XVII Asamblea Nacional cuando las bases priístas le pusieron candados a la candidatura presidencial y condicionaron la existencia de un cargo de elección popular previo, lo que impidió que los preferidos zedillistas Guillermo Ortiz Martínez y José Ángel Gurría Treviño pudieran ser candidatos. Sin cartas viables y solos para evitar que Bartlett Díaz, Roberto Madrazo Pintado o Humberto Roque Villanueva se quedaron con la candidatura, Zedillo pudo colocar a Francisco Labastida Ochoa, pero desde el principio se perfiló la falta de apoyo presidencial al PRI y por lo tanto la inminente derrota.
Vicente Fox Quesada y Felipe Calderón Hinojosa, como presidentes salidos del PAN, quisieron y no pudieron reproducir el mecanismo priísta de sucesión porque los estatutos del PAN definen con claridad que el candidato debería salir de una votación de la base militante y Calderón le ganó la candidatura a Santiago Creel Miranda en 2006 y Josefina Vázquez Mota le arrebató la nominación Ernesto Cordero Arroyo en 2012. Estas fracturas en el PAN adelantaron la derrota en 2012.
Enrique Peña Nieto reconstruyó una parte del presidencialismo priísta y le tocó en 2018 manejar su sucesión presidencial de manera extraña: impuso a José Antonio Meade Kuribreña, de vida sin militancia ni credencial, quien además había sido secretario de Hacienda y secretario de Energía del Gobierno panista de Calderón. Y a pesar de que Meade ofreció acreditarse como militante del PRI, Peña decidió que fuera candidato externo, negándose a la candidatura de priístas registrados como Miguel Ángel Osorio Chong, Luis Videgaray Caso o Aurelio Nuño Mayer.
El tema de las listas siempre pareció haber sido un acto lúdico del poder como parte de la distracción política en las élites, pero en realidad siempre se trató de un mecanismo de despresurización de grupos y de configuración de alianzas, además de servir como maniobra de distracción que pudiera darle argumentos al presidente en turno de que el proceso de nominación es abierto y plural, cuando siempre ha sido autoritario, unipersonal y excluyente.
El proceso de sucesión presidencial de López Obrador sería una segunda experiencia de un mandatario opositor, aunque en este caso el tabasqueño siga expresando buena parte de la cultura política priísta. Los presidentes salidos del PAN no pudieron saltarse las reglas de las candidaturas de los estatutos del partido, pero López Obrador ha ido reconstruyendo el mecanismo sucesorio del viejo PRI: el presidente marca tiempos, define nominaciones, administra espacios, gestiona interacciones y al final decidirá en función de las tres garantías de continuidad sucesoria del viejo PRI: personal, de proyecto y de grupo.
La marginación de Ricardo Monreal Avila como precandidato ha tenido ejemplos similares en el pasado, aunque antes se haya tenido cuidado en administrar las relaciones personales. Ahora, sin embargo, el presidente López Obrador ha sido muy precisó en sacar a Monreal de todo el espacio sucesorio de Morena y de Palacio Nacional, planteando demasiadas dificultades y obstáculos para impedir que Monreal siquiera pueda considerarse precandidato de relleno.
El único caso de disidencia que llevó a ruptura fue el de Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano en 1987 cuando fue bloqueado en la XIII Asamblea Nacional y no pudo lograr que se abriera la candidatura a una elección pública, y aceptó la candidatura presidencial del Partido Auténtico de la Revolución Mexicana para quedar fuera de manera automática del PRI. El único espacio de Monreal sería una candidatura por otro partido, pero con problemas concretos por llevar el sello de Morena.
En el arranque en el mitin en el Estado de México, Morena se apropió del espacio político sucesorio.
indicadorpolitico.mx
@carlosramirezh
Facebook: carlosramirezh
—30—