Estados Unidos había llegado al finalizar los años sesenta a un punto de entendimiento con México: sin capacidad estratégica ni inteligencia funcional, Washington había decidido dejar de decodificar el sistema político mexicano y logrado un entendimiento para que fuera el PRI quien representará los intereses americanos, con una vigilancia institucional no más allá de reportes de seguridad nacional.
El activismo geopolítico del presidente Luis Echeverría, que había sido una figura cincelada por los intereses estadounidenses, y el endurecimiento de la política exterior nacionalista, progresista y anti imperialista de México, condujo a los intentos estadounidenses no solo para analizar a México con evaluaciones críticas de seguridad, sino a aprobar operativos de intervención diplomática para evitar la deserción mexicana del lado estadounidense de la guerra fría.
Los estrategas estadounidenses habían entendido la lógica nacional y geopolítica del presidente López Mateos en 1962 y evaluado con realismo los precarios equilibrios ideológicos mexicanos y no insistieron demasiado en que México rompiera relaciones diplomáticas con Cuba; al contrario, con habilidad estratégica, aceptaron que México mantuviera relaciones políticas con La Habana, pero a condición de servir a los intereses de la Casa Blanca.
En la sucesión presidencial de 1976, que se debatió en el primero en el segundo trimestre de 1975, por primera vez el presidente saliente introdujo en el perfil de la candidatura en disputa lo que pudiera considerarse desde entonces como el factor norteamericano, es decir, la capacidad de intervencionismo ilegal y arbitrario de Estados Unidos para influir en la designación del candidato mexicano. El nacionalismo político se convirtió en una variable muy importante del perfil sucesorio y los precandidatos hubieron de lidiar con esa nueva consideración política.
Más que un perfil nacionalista, López Portillo careció de un enfoque geopolítico y diplomático porque su carrera administrativa había sido en los escalafones burocráticos sin ningún sentido de capacitación o entrenamiento para cargos superiores: subsecretario de Patrimonio Nacional, director de la Comisión Federal de Electricidad para resolver la crisis sindical y secretario de Hacienda con una agenda exclusivamente fiscal y de control inflacionario. Inclusive, el primer canciller de López Portillo fue Santiago Roel, una figura ajena a la geopolítica de los intereses americanos.
La insistencia de Echeverría en el perfil nacionalista prefiguró el primer paso que dio México para definir de manera incipiente los intereses nacionales mexicanos en la relación con los intereses nacionales estadounidenses: México activó la relación exterior con el Tercer Mundo, se relacionó con los países socialistas, estableció relaciones estrechas con la Organización de los Países No Alineados, protegió a Cuba y a la corriente socialista chilena de Salvador Allende y propuso una Carta de Derechos y Deberes Económicos de los Estados para mantener a raya el expansionismo de las empresas transnacionales y obligarlas a respetar a los países huésped.
López Portillo no decepcionó el enfoque de Echeverría: mantuvo relaciones más profesionales con Estados Unidos en materia diplomática, no se dejó amilanar por las presiones estadounidenses en la construcción del gasoducto, jugó con expectativa de la posible asociación de México a la Organización de Países Exportadores de Petróleo, amplió la protección a Cuba, le dio cobertura diplomática a la revolución socialista guerrillera de El Salvador y entregó dinero y apoyo diplomático para la victoria de la revolución sandinista en Nicaragua.
Estos doce años de activismo diplomático de resistencia a los intereses estadounidenses se desplomaron en 1981 cuando el presidente López Portillo decidió la sucesión a favor del abogado y burócrata Miguel de la Madrid Hurtado, sin entender todavía qué representaba la configuración del gran proyecto de subordinación económica de México a los intereses estadounidenses. De la Madrid abandonó la zona de resistencia ante Estados Unidos y su primer gran decisión fue la incorporación de México al GATT como una forma de subordinar la economía mexicana a la recomposición comercial mundial de la economía americana. En 1987, De la Madrid le dio continuidad a su proyecto de subordinación a Estados Unidos y decidió la sucesión a favor de Carlos Salinas de Gortari, quien llevaba en la cartera la integración absoluta de México al comercio americano con todo y la subordinación de la política exterior nacionalista de México.
Desde 1981 a 2018, los gobiernos mexicanos aceptaron de manera sumisa la subordinación a los intereses estadounidenses. El candidato López Obrador enarboló principios nacionalistas que no pudo concretar ante la imposibilidad de modificar los términos del Tratado, pero que ha podido mantenerlos vivos con decisiones fuera de los márgenes del Tratado e inclusive en contra. Lo malo de este proyecto es que ha carecido de un nuevo modelo de desarrollo impulsado por un Estado más nacionalista y la ausencia de una burguesía agropecuaria, industrial y de servicios que vea con prioridad a los intereses nacionales.
Los mensajes que dejó la reciente reunión del presidente López Obrador con el presidente Joseph Biden en la Casa Blanca, el 12 de julio, deben ser leídos con un enfoque político por los precandidatos de Morena a la presidencia de la República, porque, con todo y sus contradicciones y mensajes mal diseñados, López Obrador no cayó en el juego geopolítico de Estados Unidos y logró mantener una autonomía relativa de la estrategia imperial y de guerra fría de la seguridad nacional de Washington, que es la misma con demócratas que con republicanos.
De los tres principales precandidatos de Morena y un cuarto corriendo fuera de la pista, ninguno podría cumplir con unos criterios nacionalistas del presidente López Obrador: el canciller Marcelo Ebrard Casaubón ha lidiado con los americanos, pero siempre en función de los intereses de Palacio Nacional y sin prefigurar algún discurso de continuidad nacionalista en temas que son prioridad para Estados Unidos: la alianza con Rusia y China, las relaciones estratégicas con gobiernos nacionalistas, populistas de antes y antiestadounidenses, la desarticulación de los mecanismos de entrega de la economía a las empresas transnacionales americanas y, sobre todo, la redefinición de un Estado nacionalista que tiene que pasar por una reestructuración inevitable de los compromisos geopolíticos que siguen vigentes en el Tratado comercial.
La regenta Claudia Sheinbaum Pardo no ha tenido oportunidad de definir ideas geopolíticas por su corta carrera burocrática en áreas específicas de interés del López Obrador: medio ambiente en el gobierno capitalino, la delegación Tlalpan y ahora la jefatura directa de gobierno de Ciudad de México. A ello se agrega la inexistencia de algún equipo de trabajo que se pueda percibir en el diseño de la propuesta de política exterior, aunque se da por descontado que vaya a reproducir de manera mecánica todos los discursos presidenciales.
El secretario de Gobernación, Adán Augusto López Hernández, es una figura local sin ninguna experiencia geopolítica y tu tarea ha sido más bien la de apagar fuegos en el gabinete lopezobradorista. Y Ricardo Monreal Avila, que corre por su cuenta, tampoco ha construido una doctrina de política exterior mexicana, ni ha sabido potenciar el papel constitucional del Senado en el diseño y desarrollo de las Relaciones Exteriores de México, con el dato adicional de que Estados Unidos está fuera de la agenda del poder legislativo.
El tema nacionalista, el factor gringo y los acosos estadounidenses tendrán un espacio muy importante en la decisión del presidente López Obrador para definir al candidato presidencial de Morena para el 2024, Y todos los precandidatos tienen apenas un año para construir un discurso geopolítico y resistente al acoso de Estados Unidos, aunque a la hora del Gobierno tendrán que decidir en función de su fuerza personal para negociar con la seguridad nacional de la Casa Blanca.
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