La retórica al poder

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Últimamente abundan editoriales, artículos y análisis sobre el lenguaje, retórica y símbolos que usa el populismo para gobernar, pero apenas se habla sobre cómo y por qué, siendo básicamente un conjunto de falacias y lugares comunes, logran llegar al poder. Mucho menos se comenta que la mayoría de sus tácticas lingüísticas y discursivas son tan antiguas y recurrentes que se podrían calificar como “de manual”.

¿A qué se puede deber este fenómeno? En mi opinión, a dos razones. La primera: los defensores de la democracia, esos que se rasgan las vestimentas con cada texto, deberían explicar por qué no supieron leer las señales a tiempo, si en realidad son fenómenos cíclicos y, por ello, predecibles. La segunda: es más atractivo medrar con otro razonamiento falaz: comparar a nuestro presidente con otros líderes recientes, buscando mostrar que acabaremos cuando en otros países, en lugar de entender y adelantar estrategias.

El lenguaje, sus usos y sus abusos políticos han sido una preocupación que viene desde la antigüedad, particularmente cuando la retórica llega a pervertirse para facilitar la demagogia. Hay antecedentes y tácticas que vienen desde los sofistas. Aristóteles llegó a dedicar un tratado al tema: Retórica.

Si entendemos algunos principios básicos, podremos entender mejor dónde estamos parados, cómo se nos está gobernando y, si ponemos suficiente atención, cómo podríamos salir de ésta. Veamos algunos principios y estrategas.

A riesgo de hacer algunas simplificaciones, Aristóteles escribía que hay afirmaciones y argumentos que, a través de la dialéctica, pueden conducir a conclusiones seguras. Hablamos aquí de un logos. Ahora bien, no siempre se puede alcanzar la verdad de esta vía, especialmente en temas públicos, donde hay probabilidades y opiniones divergentes: en vez de dialéctica, el filósofo habla de retórica.

Para compensar el déficit de rigor y potencia persuasiva de la dialéctica, Aristóteles introduce dos conceptos: ethos y pathos. Lo primero representa la impresión general que causa el orador: la manera que aquél se presenta ante nosotros, a partir de su carácter e historia. Lo segundo se refiere a las emociones del público, particularmente el estado de ánimo que encuentra el orador y cómo lo entiende para satisfacerlo.

En situaciones normales el poder persuasivo se dividirá más o menos equitativamente entre logos, ethos y pathos. Aunque nunca ocurre del todo, se desea que en la retórica democrática el orden de los argumentos sea logos, seguido por ethos y finalmente por pathos. En sistemas autoritarios, el orden es ethos, seguido por pathos y finalmente logos.

¿Cómo se pasa de un equilibrio más o menos estable entre los tres elementos al predominio del ethos? La historia señala que, por lo general, es cuando un régimen estable declina, como Tucídides señala sobre la Atenas democrática y su paso a la demagogia. En democracias actuales, la demagogia surge cuando las instituciones no son capaces de atender y canalizar el descontento que se genera hacia las reglas establecidas.

En México el patrón es idéntico: una democracia que, si bien era mejor que lo que había décadas antes, sus deficiencias en diseño, como la ausencia de mecanismos eficaces de rendición de cuentas, aislaron a la élite política de la ciudadanía. La apertura económica no fomentó competencia, y se dio dentro de esquemas de compadrazgo, lo cual exacerbó la inequidad. Si los gobiernos rotaban obligatoriamente, las instituciones se volvieron porosas a intereses externos. Bastó con una persona que, tras décadas de forjarse un personaje creíble, conquistó la imaginación del votante: López Obrador.

La próxima semana veremos algunas estrategias retóricas, que lo llevaron a consolidar su poder en el imaginario y de ahí, a lo político.

@FernandoDworak

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