Zonas de silencio y riesgos a la seguridad interior

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Guillermo Buendía

La pretensión de establecer zonas de silencio permanentes en diversas regiones del territorio nacional y enviar el mensaje letal contra la actividad periodística no es un asunto menor que sea considerado nada más como un fenómeno del deterioro de la seguridad pública. El homicidio de periodistas por parte de organizaciones criminales, cuerpos policiacos o funcionarios públicos que protegen actividades ilícitas o involucrados en actos de corrupción ha pasado a ser un riesgo a la seguridad interior, porque estos nexos minan la capacidad de respuesta de los órganos de la seguridad del Estado, a tal grado que la violencia es el recurso de las mafias para someter el poder constituido del Estado mexicano. En medio de esta crisis, la función informativa de los periodistas se ha convertido en una actividad de alto riesgo.

La inseguridad pública de nuestro país es un asunto de seguridad interna, y un aspecto de la violencia política que arrastra revela el contubernio de gobernantes y políticos con organizaciones del narcotráfico o de otra naturaleza criminal, incluyendo la delincuencia de cuello blanco. Una compleja red de protección que asegura la secrecía. El presidente Andrés Manuel López Obrador con frecuencia afirma que su gobierno no necesita espiar a nadie como lo hacía el CISEN -tengo millones de informantes, añade- cuando todas las mañanas se reúne con los responsables de la seguridad del Estado para conocer los partes de las secretarías de la Defensa Nacional, Marina, Guardia Nacional y del Centro Nacional de Inteligencia, órganos militarizados, y la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana. De esta información clasificada sólo se conocen datos y estadísticas de la incidencia delictiva, operativos disuasivos o de respuesta, número de elementos militares desplegados en los estados, municipios o zonas de alto riesgo. Los puntos sensibles de estos partes de inteligencia sobre la reacción criminal contra reporteros y fotógrafos se reservan, cuando la investigación periodística dirigida a esclarecer las relaciones oscuras de servidores públicos y mafias -con nombres, apellidos y rostros, antecedentes delictivos, domicilios, modos de operar los cinturones de protección a cargo de mandos policiacos a sueldo o de políticos- encuentra la brutal respuesta de la ejecución, la amenaza intimidatoria, la vigilancia para amedrentar, la intervención telefónica, asaltos a domicilios particulares para robar archivos y computadoras, el levantón o el desplazamiento forzoso.

Los asesinatos de periodistas es un asunto muy grave por las implicaciones políticas. La Operación Noticia de la Dirección Federal de Seguridad de la Secretaría de Gobernación es el antecedente irrefutable de los nexos de la clase política con el narcotráfico, y el uso de la violencia para callar a periodistas. De ese entonces a la fecha la ejecución de un periodista más pone de manifiesto la insuficiencia de los mecanismos de protección del Estado, la incapacidad de prevenir la violencia contra reporteros y fotógrafos y, lo más grave, las complicidades al permanecer intocables aseguran operar de manera impune zonas de silencio, donde las demostraciones de terror de la violencia socavan el orden constitucional de gobierno. El asesinato de un periodista cometido por pistoleros a sueldo -ordenado por autores anónimos, ocultos y protegidos del alcance de la justicia- demanda la reprobación total y la exigencia de ser investigado para dar con los responsables materiales e intelectuales. El 30 de mayo de cada año, frente a la estatua de Francisco Zarco, se manifiesta un gremio agraviado, amenazado y abatido por actos provenientes del poder fáctico del crimen organizado que, al infiltrar órganos policiales y judiciales, o llegar hasta las oficinas de gobernadores, la impunidad se traduce como el permiso para matar.

La lista de periodistas asesinados es demasiado larga. El contexto de inseguridad e impunidad no tiene que seguir siendo el referente evasivo de la postura gubernamental por la falta de acciones de prevención y medidas de protección. Si bien la inseguridad pública afecta a toda la sociedad en el ejercicio de las libertades, libertades esenciales al régimen democrático, la libertad de expresión encarnada en la actividad diaria de reporteros y fotógrafos al enfrenta la espiral de violencia -y el otro lado de la moneda, el derecho a la información, se estrecha e incluso se anula en las zonas de silencia- es letra muerta ante el orden criminal. El desafío a la seguridad interna proveniente del narcotráfico, pederastia y trata con fines de explotación sexual, lavado de dinero y evasión fiscal, corrupción, entre otras actividades ilícitas y criminales, es recogido en notas, fotografías y videos por periodistas que tienen nombre y apellido, rostro y domicilio. El periodista es el hilo delgado de la relación de los dueños de los medios con el gobierno, y el blanco contra quien se dirige la violencia.

Las funciones operativas del Centro Nacional de Inteligencia, y demás instituciones de la seguridad del Estado, para responder a los riesgos provenientes de las organizaciones criminales quedan en entredicho cuando se atenta contra la vida de un periodista. La consecuencia más evidente es el establecimiento de zonas de silencio en territorios parcialmente dominados por carteles de la droga y otras organizaciones criminales. Regiones municipales de Michoacán, Veracruz, Guanajuato, Guerrero, Quintana Roo, Chihuahua, Sonora, Jalisco, Baja California, donde la desaparición de personas es sinónimo de muerte o las ejecuciones resultado de la disputa cruenta de bandas rivales por el control y expansión territorial, son también lugares de alto riesgo para la actividad informativa de los periodistas cuando dan a conocer las rutas del trasiego de drogas, la instalación de laboratorios clandestinos y bodegas, picaderos protegidos, ubicación de tienditas de narcomenudeo, pistas aéreas en zonas serranas; casas de seguridad para albergar mujeres extranjeras dedicadas a la prostitución e introducidas ilegalmente al país; hoteles seguros donde acuden pederastas extranjeros o nacionales.

Los asesinatos de periodistas hasta el momento no han sido señalados como un riesgo laboral vinculatorio a la responsabilidad de la empresa; el homicidio ocurrido por la naturaleza de las investigaciones periodísticas realizadas es, sin duda alguna, motivo prioritario para buscar soluciones a la protección de reporteros y fotógrafos como trabajadores de los medios. No es únicamente en la Coordinación de Comunicación Social de la Presidencia ni el Salón de la Tesorería de Palacio Nacional donde plantear la problemática de los riesgos que enfrentan los periodistas derivados de su trabajo informativo, pero si el mejor sitio donde el presidente de la República escuche el “presente” de los nombres de los periodistas asesinados. Los pronunciamientos de organizaciones como Reporteros sin Frontera, Club Primera Plana, Artículo 19 y la Corte Interamericana de Derechos Humanos, o la postura del Departamento de Estado para condenar los asesinatos de periodistas, también ha puesto de manifiesto el silencio de la CNDH.

La relación de los medios con el gobierno cruza un periodo de hostilidades políticas que obstaculiza todo diálogo. La escalada del manejo mediático del asesinato de periodistas en medios y redes sociales persigue crear la percepción de la ineficaz respuesta del gobierno del presidente López Obrador en el contexto de deterioro con algunos medios. Con el sesgo de responsabilidad de no impartir justicia y conocer la verdad, los crímenes se usan con fines políticos. Al secretario de Gobernación, Adán Augusto López Hernández, responsable de atender la problemática de protección con mejores mecanismos a los periodistas, ha de encargarse de cómo despejar la confrontación entre medios-gobierno en tiempos y circunstancias dominados por los intereses de las empresas transnacionales ante las reformas constitucionales propuestas por el Ejecutivo en materia energética y otros recursos naturales estratégicos, y el proceso sucesorio tan anticipado.

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